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gana, pero no lo digo porque no es cierto) un pausado rigodón con su marido; algunas otras cosas con varios jóvenes, y tres veces con Valentín. sobre cuyo pechó reclinó su gentil cabeza, en unas habaneras, Baile espresivo que la complacía en estremo por ser uno de esos en que una hermosa halla ocasión de ostentar mejor la dulce languidez de sus ojos.

Marcos, fingiéndose el distraído, pudo, no obstante, observar desde un ángulo del salón, donde con otros caballeros se entretenía en hablar de los asuntos del día, miradas maliciosas que alternativamente se fijaban en él y en Narcisa. Las habaneras en particular, que, otras veces, había visto indiferente, le dieron mal rato en la noche de que se trata, y se comprende la causa: lluvia sobre mojado; el anónimo le había dado recientemente la voz de alerta, y su dignidad, puesta de centinela, principiaba á echar el quién vive á todo acto sospechoso. Respetos y consideraciones que es ocioso indicar, le impidieron á la sazón arrojarse al cuello de Valentín v estrangularlo en medio de la sala. Pero Marcos era hombre de claro juicio, y un instante de reflexión fue suficiente para mirar bajo un punto de. vista imparcial, lo que tanto le había indignado. ¿Quién era el verdaderamente culpable de los tres, él, Narcisa ó Valentín? O mejor dicho; ¿quién era el más culpable, puesto que los tres podrían ser acusados? La conciencia de Marcos, hay que consignarlo en elogio de su rectitud, le condenó á él mismo en primer termino. Si él, por efecto de una condescendencia criminal, no hubiese dado á Narcisa mas alas de lo que á su tranquilidad convenía, Narcisa quizá no hubiera abandonado tan á menudo el hogar doméstico, para hacer escursiones peligrosas, buscando una libertad que la mujer casada que se respeta halla siempre en la dulce esclavitud que la imponen sus deberes de esposa y de madre.

Con todo, aquella noche adoptó Márcos una resolución, que á la mañana siguiente puso en conocimiento de Narcisa, cuando ésta se preparaba á salir á la calle.

—Narcisa—la dijo, — he determinado pasar una temporada en nuestra posesión de la Rioja. ¿Qué te parece?

—Perfectamente. ¡Si es tu gusto!

—¿Con que lo apruebas?

—¿No he de aprobarlo?

—Quiero respirar el aire puro del campo: en este Madrid me ahogo. Luisito también necesita reponerse.

—Sí, sí, tienes razón; el pobre niño está en los huesos desde la última enfermedad.

—Corriente; puesto que nos acompañas, puedes ir arreglando el equipaje. Narcisa hizo un mohín de disgusto.

—No, yo no he dicho que os acompañaré; me es imposible. Además, ¿quién se queda al frente de la casa? esclamó al punto.

—¡Psit! Levantaremos casa.

—Es una locura, Márcos.

—Todo lo contrario, luja mía; lo he meditado bien, y creo firmemente que conviene á nuestra salud y á nuestros intereses.

—Pero señor, ¿qué ocurre? ¿Acaso has perdido en algún negocio? —No es eso.

—Entonces, no adivino tu idea, á no ser que te propongas que nos muramos allí de aburrimiento, sin otra sociedad que los pájaros y media docena de palurdos.

—¿Y yo? ¿Y tus hijos?

—Por otra parte, ¿cómo salgo yo de los compromisos que tengo contraidos?

—¿Compromisos de qué? Narcisa pensó un poco la respuesta, y dijo:

—A fines de junio be de ¡r con Loroto y Eladio ¡i Biarritz, aquel clima me prueba, y les he dado palabra de acompañarlas. —fiien; de aquí allá veremos. Filomena interrumpió el diálogo del matrimonio, para entregar á su amo una carta. Abrióla Márcos, enteróse del contenido y dijo á la doncella:

—Diga usted al que la ha traído, que la señora está enferma y no puede ir. Salió Filomena, y Narcisa preguntó á su marido que de quién era la carta.

—Es de doña Segunda, que te esperaba para asistir á las conferencias. Volvió Filomena, anunciando á Valentín. Márcos dió igual respuesta que á la carta de doña Segunda, preguntando en seguida á Narcisa:

—¿Quién lia presentado aquí á ese trasto?

—Es primo de Loreto, y vendrá de parte de ella á ver si hemos descansado.

—¡Vaya un mozo cumplido! observó Márcos. Narcisa le miró fijamente, como para interrogarle acerca de su conducta, y luego bajó los ojos, adivinando tal vez en el gesto de aquel las razones que la justificaban. La seriedad de Márcos la sorprendió y la afligió un tanto. A guiarse por su primer impulso, huhiérase rehelado iracunda contra la desusada autoridad de su marido, que entonces le pareció despótica en sumo grado; pero este primer impulso estrellóse ante el aspecto rada vez mas grave de Márcos, á quien, con la idea quizá de desarmarlo, preguntó con acento de dulzura:

—¿Estás quejoso de mí? ¿He cometido alguna falta?

—Sí, respondió él lacónicamente.

—Dímela, pues, para enmendarme.

Narcisa hablaba con sinceridad: no era mala, era frivola, y lo sano del corazón compensaba en ella con usura lo débil de la cabeza. Márcos entregó el anónimo á su mujer: leyólo Narcisa, toda trémula, cubiertos sus ojos de lágrimas, y de mortal palidez el rostro. Pasaron algunos instantes, y repuesta de su agitación, dijo:

—¡Miserables! ¡Qué modo de interpretar los actos mas inocentes y mas sencillos! ¿Y tú has podido creer...

—Nada he, creído; yo sé la mujer que tengo, y porque lo sé, deseo que tu misma delicadeza ofendida busque remedio al mal que engañosas apariencias han causado en ella. Narcisa estrechó las manos de su marido, y esclamó de repente:

—¡Gracias, Márcos, gracias! hoy mismo, si quieres, partiremos para la Rioja.

—He variado de modo de pensar; tu respuesta me tranquiliza. Veremos si guardando también, por su parte, la colmena el colmenero, hay osos que se atrevan á ella. Luego añadió, desarrugando completamente el ceño:

—Narcisa, ¿quieres oírme un sermón?... Sí quieres; veo que tu mirada me responde afirmativamente, y por tanto, comienzo. Hay un antiguo proverbio que dice: la mujer del ciego, ¿para quién se afeita? Con este proverbio se vitupera la mama de la libertad y el adorno escesivos en las casadas, las cuales, por razón de su estado, se hallan en el deber de consagrarse muy principalmente á conservar vivo el amor del esposo que han elegido, y al cuidado de la familia, pues de lo contrario, las apariencias hacen creer que hay empeño en agradar á los estraños en perjuicio de los propios. Si yo fuera poeta, diria que la mujer casada no debe mirarse en otro espejo que en su marido, ni menos convertirse en espejo para que todos se miren en ella: con que la imagen de su marido se copie en él, esto es, en su alma, basta. No pretendo yo, y liarlas pruebas tienes de ello, que la mujer sea una esclava y que se apolille por falta de aire; pero el teatro de sus triunfos mas legítimos no es la Castellana, ni el salón de la soirée, ni la tienda de la modista, ni el Real, sino el recinto del hogar; y me parece que la que al título de esposa, une la dicha y la gloria de la maternidad, no perdería nada en privarse alguna vez de oir la voz de una operista por el placer inefable de oír la de los hijos, ni en aligerar su toilette por esmerarse en el cuidado de la prole Ten por cierto, que lo que no gane en el corazón de un marido cuerdo una mujer prudente, con el atractivo de sus virtudes, menos 10 ganará con los adminículos que cada ocho días ordena y manda Le Petit Courrier des dames. He dicho. Narcisa repitió entonces: —También yo he dicho: mañana partiremos para la Rioja. —¡Pero hija!... —Ahora es empeño mió. —Comprendo: quieres á la mala costumbre quebrarle la pierna? Pues... amén. ¡A la Rioja!

Ventura Ruiz Aguilera.


ESCENAS DE LA VIDA CONYUGAL.

Hay mujer en estos tiempos capaz, por un trage rico, de llamar hermoso á un hombre mas feo que el mismo Picio.


ESCENAS DE LA VIDA CONYUGAL.

—¿ Dónde vas, esposa amada? —A lucir el trage nuevo. - -Mas oye... —¡Jesús, qué posma! —¡Gloria de mis ojos!...—Vuelvo.


GEROGLIFICO.

La solución de éste en el número próximo.


DIRECTOR Y EDITOR RESPONSABLE D. JOSÉ GASPAR.

IMPRENTA DE GASPAR Y ROIG, EDITORES: MADRID, PRÍNCIPE, 4-