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las pardas tejas asoma
de sus casas Quintanilla.

¡Bendito el pobre lugar
donde mi madre nació!
¡Bendito el modesto hogar
donde la luz á mirar
sus negros ojos abrió!

¡Bendito el aire que aliento
inspirando en su pulmón,
la dió vital sentimiento
con el primer movimiento
que imprimió á su corazón!

¡Bendita sea la estancia
de esta casa oscura y fria,
donde durmió en la ignorancia
angelical de la infancia
el sueño del primer dia!

¡Bendita sea la campana
con que tocó á su bautizo,
y la mente de que mana
el agua con que cristiana
el sacerdote la hizo!

Madre, á quien ídolatré,
y con quien nunca viví,
y cuya vida amargué...
¡porque tal mi sino fué...
porque Dios lo quiso así!

Madre, de cuyo cariño
tan pocos años gocé,
de quien me apartaron niño,
y á quien, indócil lampiño,
yo obcecado abandoné:

¡Con cuánto afán busco ahora
cuanto dejaste tras tí!
¡Con cuánta fé mi alma adora
cuanto imagino, señora,
que guarda algo tuyo aquí!

De estas llaves y aldabones
de ventanas y portones
se aseguraron tus manos,
y sobre estos escalones
tus piececitos enanos.

Bajo este envigado techo
sonó aquella voz tan suave
que salía de tu pecho;
que Dios para ti había hecho
como el canto para el ave.

En este rincón tenias
tu lecho casto y modesto;
y aquí ante la luz ponías
el espejo en que veías
tu faz y tocado honesto.

Por estas calles pasaste,
por estas eras corriste,
en esta iglesia rezaste...
¡Madre! ¿Por qué no me ahogaste
cuando la vida me diste?

¿Por qué de la madre tierna
no pudo más el amor
que la vanidad paterna,
de quien nos tuvo el rigor
en separación eterna?

¿Por qué á estraños al fiar
mi padre mí educación,
antes que á tu hijo soltar,
no te dejaste arrancar
los brazos y el corazón?

¿Qué necesidad había
de lanzarme al mundo vano,
a mí que adorado habría
la ignorada medianía
del labrador castellano?

¿Qué nos importaba en él
con humos de alta nobleza
salir á hacer un papel,
si en la alma se torna hiél
el humo de la cabeza?

¡Aquí hubiéramos vivido,
madre, los dos tan felices!
¡Nos hubieran mantenido
tan bien sin gloria y sin ruido
nuestros granos y raíces!

Te hubiera aquí sin cesar,
pues que tu solo hijo fui,
dia y noche hasta espirar
al calor de nuestro hogar
tenido yo junto á mí.

Nadie hubiera de mí hablado,
ni me hubieran aplaudido,
me hubieran coronado,
ni en su cámara sentado
me hubieran reyes tenido...

Pero hubiera sido honrado,
y feliz hubiera sido,
viviendo siempre á tu lado,
por tí en tu hogar cobijado
como el pichón en su nido.

Mejor que en tierras estrañas
en mesas de emperadores
¡oh madre de mis entrañas!
comiera yo en sus cabañas
pan tuyo con tus pastores;

Y cuando tus ojos Dios
cerrado hubiera a la luz,
al morir yo de tí en pos,
bastara para los dos
una tumba y una cruz.

¡Delirios!... hácía la mar
me arrastra ya mí deber.
¡Adiós, villa, adiós hogar,
que á ella la visteis nacer
y á mí venirla á llorar!

Virgen santa de Muñó,
soledad de Quintanilla,
á quienes mi madre y yo
orábamos cuando aun no
se hablaba de mí en Castilla;

Pues que ni vivió conmigo,
ni he de tener al morir
con ella en la tumba abrigo,
abreviadme ¡ay! el castigo
de mí vida porvenir.

Pues no me podéis volver
ni á la oscuridad de ayer,
ni á la calma de mi hogar,
ni á la que en él me dió el sér...
¡enviad tormentas al mar!

Que del buque en que á él me lance
vaya un huracán en pos,
y en él de mí muerte el trance
tan sólo á saber alcance
el mar en que le hunda Dios!

José Zorrilla.

COSTUMBRES.

PROVERBIOS EJEMPLARES.

LA MUJER DEL CIEGO ¿PARA QUIÉN SE AFEITA?
III

A las dos horas de haber comido, emprendió nuevamente Narcisa la tarea de la vestimenta. Justo es decir que, antes de todo, entró en la alcoba donde Luís descansaba, dióle algunos besos y hasta le hizo tomar por su mano dos cucharaditas de un jarabe calmante. El traje que después se puso hubiera realzado estraordinariamente su hermosura, á necesitar su hermosura, para ser simpática, el auxilio de la modista; pero, en fin, tampoco la perjudicaba, y aun á los ojos de los que no comprenden que lo sencillo es cualidad de lo bello, debió hacerla mas encantadora.

Márcos se quedó velando al niño; Narcisa subió al carruaje que en la puerta de su casa se había parado, y en el que ya la esperaban su amiga Loreto y el intrépido Valentín, primo de la viudita americana, porque Loreto era viuda.

De allí partieron para el Real.

En frente del palco de Loreto, estaban Eladia y su mamá, señora que no lo parecía, por su fealdad, su facha ordinaria, su estatura gigantesca y sus formas estupendamente voluminosas que, cuando se ponía en píe, le daban el aspecto de uno de los monstruosos animales antidiluvianos de que nos hablan los geólogos. Sin embargo, un hábil cronista de soireés, hombre-incensario, persona dé estómago agradecido, reseñando la última dada por la gruesa matrona, tuvo el valor épico de llamarla simpática.

Al entrar Loreto y Narcisa en su palco, Eladia les disparó un beso, llevándose á la boca los dedos apiñados por las yemas y abriéndolos rápidamente al separarlos de ella. Sus amigas correspondieron con idénticas demostraciones de afecto. Hubieran podido compararse estos besos á los dulces de pega que suelen regalarse en Carnaval, y que consisten en acíbar con un baño de azúcar.

Contrastaba con la enormidad del volúmen de doña Segunda, madre de Eladia, la sutileza corporal de Cándido, cuyo rostro, inmediato al purpúreo de su presunta suegra, visto de perfil asemejábase por lo agudo (según el lenguaje figurado de Valentín, que maliciosamente contemplaba este grupo) al cuchillo de un melonero calando una sandía.

La comparación de la cala dió mucho que reír, por lo propia, á Loreto y á Narcisa, las cuales ignoraban que Cándido, á su vez, abría con su lengua de acero la reputación de la mujer de Márcos, observando sencillamente que era lástima diese con las apariencias pábulo á murmuraciones y hablillas, siendo, por lo demás, una escelente esposa.

—Eso mismo estaba yo pensando; — esclamó la corpulenta matrona.— ¡ Es chocante! Nunca se la ve con su marido.

—Lo peor no es eso; lo peor es, que se la ve á menudo acompañada de pajes como Valentín, cuya fama es suficiente por sí para empañar la virtud mas intachable.

—Además, yo no apruebo que una mujer casada y con hijos esté siempre correteando de acá para allá, y no píense en otra cosa que en adornarse y lucirse. Si todas hacemos lo mismo (añadió, como si hubiera paralelo posible entre ella y Narcisa, ni en físico, ni en edad, ni en nada), si todas hacemos lo mismo ¿qué dejamos para las solteras?

—Es claro —repuso Cándido, pidiendo una agudeza á su ingenio romo,— la mujer casada debe ser una especie de flor de estufa, que no conviene poner demasiado al aire libre, so pena de que una escarcha la hiele.

—¡Pobre Márcos! esclamó, en tono compungido la gigantesca doña Segunda.

—¡Hay nombres predestinados! observó Cándido, encogiéndose de hombros.

Observaciones análogas á estas se hicieron en otros palcos y butacas, por conocidos de los que eran objeto de ellas.

Adelina gorjeó como el ruiseñor de las selvas, en la Sonámbula, ese candoroso idilio de Belliní que reproduce los ecos vírgenes y melodiosos de la naturaleza. ¡Cómo cantaría la diva, cuando hasta doña Segunda interrumpió breves momentos, para oírla, sus consideraciones morales sobre la vida del matrimonio, y sintió agitarse, de emoción , formando á manera do grandes oleadas, la maciza superabundancia de sus carnes!

A Valentín (otro prodigio) á Valentín, nacido y educado durante su infancia en una oscura aldea de provincia, asaltóle, asimismo, tal cual reminiscencia campestre, que le hizo distraer su imaginación del mundo cortesano y sonreírse de encontrar en su alma aquel olvidado resto de su primitiva inocencia.

Narcisa tampoco pudo sustraerse al poder de Amina, cuya voz inundaba el salón, desde la escena, con irresistibles corrientes de fluído magnético: pero el sentimiento despertado en su corazón por la mágia del arte, alternaba sin eclipsarlo , con el recuerdo agradable de las frases que á su hermosura y á su adorno habían dirigido en un entreacto las visitas que recibió en el palco. Recordaba, por ejemplo, que un vejestorio de la alta banca, con mas conchas que un galápago, le habia dicho contemplándola estáticamente:

—¡Superlativa! ¡Admirable!

A lo cual, ella, ruborizándose, y no de enojo, respondió:

—¡Burlón!

Recordaba que Valentín le habia preguntado:

—Narcisa, ¿ usted sabe si en el cielo se estila el peinado á la Valliere?

Y que ella contestó:

—Eso quien debe saberlo son los ángeles.

Y que él repuso:

—Por lo mismo se lo he preguntado á usted.

Terminada la ópera, Loreto y Valentín dejaron á Narcisa en su casa, donde todos pudieron notar la satisfacción de que estaba poseída.

Y aquí el cronista tiene el sentimiento de declarar que, careciendo de facultades para introducirse en la alcoba de su heroína, le es de todo punto imposible decir si ésta soñó á voces con los triunfos de su vanidad exaltada por las lisonjas, ó con los deberes propios de su estado.

IV.

A los dos días de este acontecimiento teatral, recibió Márcos un anónimo, reducido á felicitarle irónicamente por la confianza inconcebible que tenía en la virtud efe su mujer, á quien se comparaba á una colmena de esquisita miel que, rodeada de multitud de osos, sin colmenero que la vigilase, permanecía milagrosamente intacta. Entre los osos mas perseverantes, citábase á Valentín.

En la soirée á que poco después convidó Loreto á Narcisa, ocupó ésta, según costumbre, un lugar do, preferencia en el grupo de las solteras. Las mamas provectas y aun las casadas jóvenes, en general, formaban raíicho aparte, ó no eran, al menos, objeto preferente de las atenciones asiduas de la juventud masculina. Gustábale á Narcisa el suave arrullo de aquellos palominos de frac negro y corbata blanca: decirla que era bella, elegante, discreta, espiritual; llamarla primero allí y después en los periódicos, reina de los salones, silfide vaporosa, hada de las Mil y una noches; ponderar en hipérboles nunca oídos lo aéreo, lo celeste de su traje, el brillo y el valor de sus aderezos, de sus pulseras, de sus joyas, era coronarla de laurel.

Durante la soirée bailó (iba á decir que de mala