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Hace muchísimo tiempo veía yo á menudo á una joven hermosa y pura como una creación de Murillo. Era yo entonces muy niño, y mi corazón no palpitada todavía á impulso de esas sensaciones que produce mas tarde en nosotros la mujer: no me hallaha tampoco bajo la impresión de ese sentimiento dulcísimo que forma las delicias de nuestra primera juventud, y que, exento por completo de materialismo, se complace en llevar nuestra imaginación por las regiones de lo ideal, de ese amor, en fin, tan puro como el aliento de una virgen, y del que conservamos todos—por la razón de que no se vuelve á sentir recuerdos inolvidables. Mi carácter travieso, pero en estremo sensible y juicioso también, me permitía fijarme con alguna atención en cuanto me rodeaba, y escuchaba con recogimiento profundo todo lo que se decía al relatar algo que halagase mi imaginación infantil. Cuando en alas del recuerdo contraigo mi vista á aquellos tiempos, todavía me es permitido contemplar a esa jóven rodeada de toda la belleza, de todo el prestigio, de toda la poesía que tanto embelesaba á cuantos por dicha la conocieron. Una simpatía general y profundísima era el mas pequeño de los sentimientos que inspiraba, porque se la queria como hermana, se la amaba como envidiable amiga, se la admiraba como perfecta belleza, y se sentia, en fin, por ella, algo parecido al sentimiento que inspiran los seres inmortales que habitan en esas regiones donde tiene asiento una felicidad eterna. Era imposible de todo punto verla sin amarla; pero con ese amor puro, sosegado y tranquilo que eleva y engrandece al hombre, y que, como he dicho, tiene algo de veneración. ¡Oh cuan hermosa era! Una sonrisa triste, pero llena de bondad y de dulzura, vagaba siempre por sus rojos labios, y sus negros rasgados ojos, velados por luengas pestañas, llevaban impresa una tierna inquietud que conmovía profundamente. ¡Cuánto amor revelaba su semblante! Retratábanse en él toda la paz, todo el bien del alma, toda la ternura de su fe; intensa palidez la cubría realzando su belleza, porque era la palidez de la azucena. Su voz dulcísima parecía el eco de un sonido lleno de armonía que se pierde en lontananza. Imposible contemplarla sin enternecerse; imposible ver aquella jóven tan bella, pero tan triste, sin desear poseer la clave de los profundísimos dolores que habían sin duda dejado en ella una huella tan marcada. Feliz al lado de su familia, había quizá, no obstante, padecido mucho; habían tal vez muerto en flor sus ilusiones; acaso había amado, y este sentimiento que en las almas vulgares deja imperceptibles señales de su paso, deja grabado un nombre, con caracteres de fuego, en las almas de temple superior. Y esas almas, que aman demasiado—si es que puede haber esceso en el amar—necesitan encontrar un alma gemela, y no hallándola casi nunca, sienten de continuo un deseo insaciable de vagar por las regiones de lo infinito; recuerdan su elevado origen; saben que han descendido del cielo por complacerse Dios en dar de vez en cuando á los mortales nuevas pruebas de su omnipotencia, y pensando de continuo en esas regiones donde se goza de felicidad inefable, sufren dolores no comprendidos del mayor número hasta que Dios las llama de nuevo á su lado. Y su peregrinación por el mundo no es estéril: ejemplo vivo de todas las virtudes despojadas de inútil austeridad, revestidas de dulcísima melancolía, llenas de encanto y de belleza, conmueven hasta los corazones empedernidos y alcanzan en ellos una victoria completa.

Y la vida de esa jóven fue una vida de amor, de caridad y abnegación. Conmovíase profundamente de dolor ante las agenas desdichas; celebraba con toda la sinceridad de su alma las alegrías de los demás; consolaba á los desgraciados, y dispuesta como se hallaba á todos los sacrificios, hubiera dado con placer su vida, porque Dios no arrancase á una familia el padre, la madre ó el hijo, esperanza de su vejez. Hija sumisa, hermana cariñosa y buena, hubiera hecho feliz al esposo querido de su corazón: habría sido escelente madre. Dios no lo quiso. ¡Cuan hermosa fue su muerte! Objeto de las mas vivas simpatías de cuantos la conocieron; bendecida de todos; rogando todos á Dios porque no separase tan pronto de este mundo á ese modelo de todas las virtudes; rodeada de todas las personas que ocuparon en su corazón un lugar preferente; sonriendo á todos con una sonrisa que nadie habia visto vagar en oíros labios; dicíéndoles mil palabras consoladoras que hacían creer con toda seguridad que aquella separación seria muy breve y que volverían á verse para no separarse jamás, exhaló su último suspiro en medio de las lágrimas de cuantos la rodeaban... Y cuando el espíritu habia ido de nuevo á gozar de las ciernas bienaventuranzas, dibujábase todavía en aquellos labios descoloridos una sonrisa, pero que ya no era aquella sonrisa impregnada de eterna melancolía; era una sonrisa llena de una felicidad imposible de sentir y de comprender. «¡Era un ángel!» esclamaba todo el mundo, ahogada la voz por los sollozos. Y cuando después de tanto tiempo oigo evocar su inolvidable recuerdo, todavía los labios balbucientes, revelando lo que siente aun el corazón, dicen con apasionado acento: »¡Era un ángel!» ¡Dichosos los que dejan en la tierra recuerdos tan gratos é imperecederos!

Evaristo Fábrega.

INVENTOS.

BOTE DE SALVACION PARA NÁUFRAGOS.

En el año de 1858 el ingeniero conde J. B. Contarini, presentó al Instituto de Ciencias y Artes de Venecia un nuevo sistema do aparato de salvación para náufragos, y recibió la gran medalla de plata como testimonio ¡le su mérito. Este aparato esta compuesto, como muestra nuestro grabado, de un bote que puede recibir 24 hombres (que es la tripulación mayor de un buque mercante) y va recogido en el buque hasta el momento del peligro; cuando el buque se considera ya como perdido, se abre el bote que hasta entonces habia ido recogido, como hemos dicho, y se echa al agua. La tripulación que se salve en este bote puede sostenerse en el mar por espacio de seis días y todo se halla dispuesto de modo que no carezca de nada de lo necesario para este caso. Este invento debe servir indudablemente para salvar la vida de muchos hombres, que de otro modo perecerían víctimas del furor de las tempestades.

COSTUMBRES.

El POETA EN LA TERTULIA DE CONFIANZA.

I.

«Señor don Jacinto Carvajal. Mi aprobabilísimo amigo: suplico á usted se tome la molestia de honrar mi casa esta noche á las nueve; hallará usted ocasión de lucir su envidiable talento poético, pues son los días de la niña y quiero celebrarlos en una reunión de ronfianza, donde el buen gusto armonizará con la franqueza. No he invitado mas que á las familias de don Silvestre, el boticario, v de don Zenon, el administrador, á mi amiga doña Mónica y á los vecinos del principal y del segundo. De consiguiente, puede usted venir sin ceremonia y lo agradecerá su afectísima segura servidora

Q. R. S. M.,

Lorenza de Cordiales.»

—¡Qué suplicio! ¡Qué compromiso! Maldita sea la manía de las reuniones. ¿Quien habrá sido el vengativo que á doña Lorenza habló de mis versos? Debe ser mi enemigo mas implacable. Debe ser un hombre feroz ó una Eva verdadera. ¡Vaya una fatalidad! Y á las diez tengo una cita con Rosarito. Y no puedo faltar, porque es la única chica que me roba el sueño. Y luego, ¡ya se ve! la niña—que es tonta de capirote— se llama Socorro, y será preciso hacerle unos versos á propósito.

¡Socorro, cielos, Socorro! ¡Socorro, San Cucufate! Voy á hacer un disparate, porque de miedo me corro.

Y tengo que ir. No hay remedio. Si dejo de complacer á doña Lorenza, se quejará á mí padre, y éste me llamará desagradecido y desatento, y no me abrirá su bolsa como de costumbre, etc., etc. Todo ¿por qué? Porque el difunto marido de doña Lorenza, médico casi tan bueno como el celebérrimo doctor Sangredo, le curó unas anginas cuando la jura de la Constitución por Fernando Vil; es decir, mi padre, creyó que se las liahia curado el doctor Cordiales, pero yo"creo que se curaron ellas solas, salvo el parecer de "todos los discípulos de Hipócrates, á quienes el diablo respete. ¿Qué disculpa daría yo á doña Lorenza para evitar el horrible aburrimiento de esta noche? ¿Le diré que tengo fiebre? No mentiría. Esta carta endemoniada me ha dado calentura. ¿Que no llegó la carta á mis manos por hallarme ausente? Imposible! Doña Mónica me ha atisvado ayer en el anfiteatro de la Zarzuela. Nada, nada. El sacrificio se prepara. Valor y abnegación.

II.

Esto gritando en el fondo de su gabinete don Jacinto, esperó resignado la hora fatal del sacrificio, las nueve de la noche de aquel día en que, á instancias de doña Lorenza, tendría ocasión de lucir una vez moa su envidiable talento poético ante las familias de don Zenon el administrador, don Silvestre el boticario, li.s vecinos del principal y del segundo, y doña Mónica, viuda verde que solía pintarle, con tiernísíma solicitud, los infinitos peligros á que se hallan espuestos los jóvenes solteros, y la gran necesidad que tienen de mujeres de gobierno.

Ya casi conocen ustedes á don Jacinto.

Es un jóven de 22 años, de regular posición y de simpática figura. Es poeta, un poeta de corazón, un apasionado de Garcilaso y un discípulo de Fray Luis de León. Pero, como la verdadera poesía es casi un pecado capital entre los españoles del siglo XIX, nuestro héroe, en vez de buscar las alabanzas de los gacetilleros, poderosos tribunos de la prensa, que suelen elevar á los puestos mas eminentes de la mal gobernada república de las letras, á individuos tan audac.es como ignorantes, quede tanta elevación se asustan, se refugia en el seno de la amistad para dar espansion á los vivos sentimientos de su pecho. Su modestia le hace creer que los ardientes y melancólicos acentos de su poesía nunca habrán de traspasar aquel estrecho círculo, y se niega á darlos á conocer al público, y sólo permite que sus amigos copien de vez en cuando alguna de sus bellas composiciones. . De esta manera supo doña Lorenza lo que su jóven amigo se habia obstinado en ocultarle, y le invitó en su consecuencia, á honrar su reunión de confianza recitando versos. Y don Jacinto, que siempre se resistiera á concurrir á las enojosas reuniones de buen tono, tuvo que resignarse acudiendo á la enojosísima tertulia sin ceremonia.

III.

—Adiós, señor de Carvajal. ¡Qué caro se vende usted! ¡Necesitar escribirle para que viniera! ¡Y no habernos dicho que era poeta! —Dispense usted, señora. ¿Cómo está usted? —¡No haberse acordado de que son hoy los días de mi Socorro! —Sí tal, pero... (yo sí que necesito socorro.) —Ven acá, hija mía; Socorro, ven acá, á reñir á este tunante. —Voy al momento, mamá; me traerá unos versos. --¿Y ustedes, señoras y caballeros, siguen ustedes bien? —Gracias, muy bien, señor don Jacinto. — Muy bien, gracias, señor de Carvajal. —Gracias, señor poeta. ¿Vendrá usted dispuesto á improvisarnos unos versos lindísimos, eh? —Usted me favorece demasiado. — No, no; ya traerá hedía la composición. —Y nos dirá una flor á cada una. —Serán todas para Socorro. —No tendrá tan poca galantería. —Es muy amable. —¿Quién al verla á usted, no lo parece un poco? —Y luego, con tanto talento... —Señora doña Mónica, usted me confunde. —Yo no digo mas que lo que siento. —Se siente muchas veces lo que se quiere. Tal lluvia de impertinencias, y otras muchísimas que seria prolijo enumerar, asediaron al vate infortunado cuando entró en los salones de doña Lorenza. En tanto la niña, la reina de aquella reunión ridicula, en donde nuestro héroe no pudo mirar un trage de buen gusto, ni escuchar una frase oportuna, una pollita de agraciada figura, que su vanidad infinita hacia superior á todo encarecimiento,.sentada ante un piano tan antiguo como la juventud de su abuela y tan malo como antiguo, intentaba en obsequio de sus oyentes, que la contemplaban con la boca abierta, arrancarle algunas notas que se pareciesen á un wals de Straus. Callaron durante un breve rato los circunstantes, mímente de descanso para Carvajal, quien prefería á la lluvia de impertinencias el torrente de notas antíarmónicas, á la necedad atrevida de la lengua la ¡nocente inconveniencia de la tecla, y Socorro terminó su empeño en medio de una perfecta batahola de sonidos que Instantáneamente se confundieron con estrepitosos aplausos. —¡Magnífico! ¡Divino! —¿Qus le parece á usted, don Jacinto? —Igual que á ustedes; Socorro asombrará á todos los alumnos del Conservatorio, y á los mismos maestros. —Improvise usted sobre eso. —Sí, sí, que improvise. —Señores, yo bien quisiera, pero no he podido improvisar jamás. —¡Vaya! ¡Y es poeta! —¿Cómo quiere usted hacernos creer semejante cosa? —Pues el memorialista de ahajo, que no debe saber tanto como usted. improvisó el otro día unos versos muy bonitos á la doncella de casa.

(Se concluirá).

Luciano García del Real.

ALBUM POETICO.

 

FRAGMENTO DE EL DRAMA DEL ALMA.

......................

Voy á buscar un lugar
en donde tengo un altar
en el que antes de morir
quiero á mi ángel tutelar
evocar y bendecir.

Allí, tras aquella loma,
al píe de una torrecilla
blanca como una paloma,