que apenas se veían en él, ni con cristales de aumento.
Finada la comida y dadas gracias, el comendador, bajo pena de santa obediencia, mandó esplicar la causa del escándalo.
— Señor, dijo el mas despejado de los novicios; poseo el secreto de hacer hablar á los peces, aunque se hallen escabechados.
— ¡Dios sea con nosotros! esclamó la comunidad, haciéndose cruces.
— ¿Y qué hablaba V. con estos? preguntó el padre comendador.
— Les he pedido noticias de su vida, de sus costumbres, de sus diversiones ; he querido saber si tenian teatros, bailes, juegos, ciudades y conventos. Pero ¡ah, padre nuestro! nada he podido averiguar.
— ¿Cómo es eso?
— Nada te puedo decir de cuanto me preguntas, ha contestado el mayorcito de los mios, con acento quejumbroso y llorón; pregúntalo á nuestros abuelos y á nuestros bisabuelos, los que están en los platos de los padres graves, que ya estaban cansados de vivir y de crecer.
Pero yo, ¿qué puedo decirte, si apenas acabo de nacer?
El padre comendador quiso enojarse, y cuando fué á principiar su reprimenda, prorrumpió en una carcajada.
Hablándose entre varios cazadores de tiros raros y de heridas poco comunes, un andaluz , que era del oficio, les dijo:
— Nadie ha hecho en este punto lo que yo. De un balazo dejé á una cierva herida en la punta de la oreja derecha y en la pezuña del pié izquierdo.
— No puede ser, no puede ser, esclamaron á la vez los concurrentes. ;Cómo diablos habia de estar esa