— Soy yo, Jeremías, el ropavejero de la plaza,
— ¿Puedes salir solo?
— No.
— ¿Quieres que te ayude?
— Yo te diré, he tenido alguna desazón con Raquel, mi mujer, y no quisiera volver esta noche á casa.
— Eso nada importa, dijo el pastor, ahí tienes el cabo de una cuerda, yo tiraré y te ayudaré á subir, y luego podrás pasar la noche en mi cabana; que los cristianos, para hacer bien, no miramos las opiniones.
— Dices bien; pero á los judíos nos está prohibido trabajar en sábado y no me decido á salir hasta mañana.
Al dia siguiente volvió el pastor al pozo, y dijo al judío:
— ¿Has salido. Jeremías?
— No; aquí estoy helado y medio muerto de humedad y de frió.
— Tú tienes la culpa.
— Es cierto, cristiano, pero ahora me ayudarás á salir y me calentaré en tu cabana.
— Estás engañado, Jeremías, porque si á vosotros os está prohibido trabajar en sábado, á nosotros nos está prohibido trabajar en domingo. Conque, adiós.
Convidaron á cenar en Madrid á un forastero, y le pusieron rábanos al principio. Dijo el convidado:
— En mi tierra los rábanos se ponen al fin.
— Y aquí también, respondió el que lo convidaba.
Una criada de servir, que todo lo pierde, según su amo, suscritor divertido de nuestra Biblioteca,