— ¿Querrá V. mandar que me den un vaso de agua?
A los dos minutos lo tenia en sus manos.
Sacó un papel, echó en el vaso unos polvos y se bebió el agua.
Clotilde principió á temblar, encontraba en esta operacion tan sencilla una cosa estraña, que no se esplicaba.
— ¿Qué seria lo que contenia el papel? ¡Dios mió! ¿Qué seria?
Alfredo dijo con una calma espantosa:
— ¿Hé perdido el color, Clotilde? ¿Me pongo lívido?
— Sí, sí, yo creo que sí, dijo la niña temblando.
— No, no es tiempo, no ha podido producir su efecto.
— ¡Su efecto! ¡qué! Alfredo, ¡por Dios! ¿Qué tiene V.? ¿Qué es lo que ha tomado?
— ¿Lo quiere V. saber?
— Sí.
— Pues es.... ¡un veneno!
Clotilde dió un grito, y en un instante se halló reunida toda la familia, la casa era una confusion. Unos traían aceite, otros agua caliente, otros llamaban á gritos al médico, al celador y á los vecinos.
Alfredo se resistía á beber; pero dos criados lo sujetaron, le abrieron la boca y le embaularon en el cuerpo cuatro ó seis libras de aceite y media arroba de agua próxima á herbir.
Alfredo se moria, se moria de congoja, se moria de agua, de aceite, qué se yo, pero se moria.
Entre tanto el médico no llegaba, y el agua y el aceite continuaban entrando como si el pobre jóven fuese el depósito del Campo de Guardias.
Llega el médico, lo manda sangrar una vez, dos, tres; le ponen sanguijuelas, sinapismos, cantáridas, ventosas y moxas....
— El veneno es muy activo, dice el médico, y no lo vamos á neutralizar si no se le dá mas agua y mas aceite.