á cierto caballero que tenia una hermana sumamente bonita. Un dia que se vio abrumado de tanta caricia le dijo:
— ¡Ay, amigo! ¡cuánto quieres á mi hermana!
Un insolente dio á Sócrates un puntapié, y el filósofo sufrió con paciencia el ultraje. Echáronle en cara su insensibilidad y dijo:
— ¿Qué queríais que hiciese?
— Citar á ese hombre en justicia, le replicaron, y pedirle satisfacción del insulto.
— Conque según eso, preguntó Sócrates, ¿si un mulo al pasar me diese una coz, tendría también que citarlo en justicia?
Fontenelle estaba espirando.
— ¿cómo va eso? le preguntó uno de sus amigos.
— Esto no vá, contestó él, esto se vá.
He tomado la pluma para contaros la historia de un gran señor, y voy á concluir por contaros la historia de un perro. No os llaméis á engaño.
Era un perro pancista, pastelero y amigo de estar bien con todo el mundo. Su amo era un labrador rico de Lóseos, que por cuestión de la dote habla disputado con su yerno, se hablan separado y el segundo se habia establecido en Mezquita, un pueblecillo situado á media legua de distancia.
El perro no habia querido tomar parte en ninguno de los dos bandos, tan desengañado estaba de los partidos; así es que con mucha frescura se mamaba los huesos de las dos casas, sin dársele un ardite de que le llamasen pancista.
Era un perro muy filósofo, y discurría que se las