sus dos correspondientes patadas en el suelo como para amoldarlas, preguntó:
— ¿Cuánto valen, maestro?
A este tiempo otro ciudadano llegó á la puerta del almacén, echó mano a los zapatos que el otro habia puesto para eso cerca de la vidriera, y dio á correr con ellos, que ni el viento iba mas ligero.
— ¡Ah tunante, ladrón! esclamó el de las botas, corriendo detrás del que se llevaba los zapatos.
El maestro, saliendo entonces á la puerta, decía con calma:
— ¡Cá! no lo alcanza, no lo alcanza!
En efecto, ambos parroquianos volvieron la esquina, y esta es la hora en que el inocente almacenista no comprende la maña con que aquel bribón le hurtó impar de botas.
Un buen hombre, de corta memoria y muy perezoso, teniendo miedo de equivocarse en el Padre nuestro, que nunca habia podido aprender completo, en vez de rezar sus oraciones de la mañana y de la noche, acostumbraba decir exactamente las letras del alfabeto, terminando de este modo.
— Diosmio, con estas letras se componen todas las oraciones del mundo, recibidlas todas, señor, y haced con ellas la oración que mas os plazca.
Un aguador encontró pocos dias hace á una jóven su paisana, á quien al parecer no habia visto en mucho tiempo, y dejando la cuba en el suelo, y santiguándose varias veces con muestras de admiración, dijo:
— ¡Dios mió! ¡Dios mió! ¡pobre hija mía! ¿eres tü la que se ha muerto, ó tu hermana?
— Mi hermana es, según creo, la que ha muerto,