davia sus mujeres, estaban dominados de un orgullo estraordinario, hasta el estremo de creerse superiores y mirar con desprecio á los demás oficiales del ejército.
Una de estas orgullosas oficialas de marina convidó un dia á comer á un oficial de caballería á quien llamaba en la mesa, con una insistencia insoportable, señor oficial de tierra. Señor oficial de tierra por arriba, señor oficial de tierra por abajo; tantas veces lo dijo, que al fin el de caballería se enojó y preguntó á la señora:
— Dígame V. , si yo soy oficial de tierra, ¿su maridóle V. es acaso oficial de porcelana?
Uno llamó á un sacristán
Y le dijo: — ¿Cuánto quiere
Vuesarcé por enterrarme?
— Viene á costar unos veinte
Reales. — ¿Quiere diez y seis?
— No, que mas costa me tiene,
Le replicó el sacristán:
A que respondió el doliente:
— Pues mire si le está bien,
Y entiérreme en diez y siete,
Porque no me moriré,
Como un cuarto mas me cueste.
Uno, al parecer caballero, entró en una de las principales zapaterías de esta corte, y pidió unas botas de las mejores. El maestro le sirvió acto continuo sacándole un par, mientras el parroquiano sentado junto á la puerta de la tienda, quitándose unos malos zapatos que llevaba, y colocándolos al dintel de ella, dio principio á probárselas con la mayor gravedad, resultando al fin de la operación que le estaban perfectamente. Puesto de pié, y dando