bien, et tu ne recoiz pas ceci? Y antes de que lo evitara, o mejor dicho, que lo acogiera en toda su plenitud, la mujer riendo me besó en la boca, y la vi aún cuando desaparecía riendo como una chiquilla por la puerta entornada.
Dio Fetente se ha despertado, y comienza a vestirse, es decir, a ponerse los botines. Sentado al borde del es mastro, sucio y barbudo, mira en redor con aire abu rrido. Alarga el brazo y coge la gorra, entrándosela en la cabeza hasta las orejas; luego se mira los piés, los piés encalzetados de groseras medias rojas, y después, hundiendo el dedo meñique en la oreja lo sacude rápidamente pro duciendo un ruido desagradable. Termina por decidirse y se pone los botines, después encorvado camina hacia la puerta del cuartujo, se vuelve, mira por el suelo, y hallando una colilla de cigarro la levanta, le sopla el polvo adherido y la enciende. Luego sale.
En los mosaicos de la terraza escucho como arrastra los piés. Yo me dejo estar. Pienso, no, no pienso, mejor dicho recibo de mi adentro una nostalgia dulce, un sufri miento más dulce que una incertidumbre de amor. Y re cuerdo la mujer que me dado un beso de propina.
Estoy colmado de imprecisos deseos, de una vaguedad que es como neblina, y adentrándose en todo mi ser, lo torna casi aéreo, impersonal y alado. Por momentos el re cuerdo de su fragancia, de la blancura de su pecho me atraviesa unánime, y sé que si me encontrara otra vez jun to a ella, desfallecería de amor; pienso que no me importaría que ha sido poseída por muchos hombres y que si me encontrara otra vez junto a ella, en esa misma sala azul, yo me arrodillaría en la alfombra, y pondría la