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EL JUGUETE RABIOSO

de largos silencios, de breves esquelas que no firmaba, y escritas a máquina, el hombre dineroso se dignaba recibirme.

—Sí, ha de ser dándome un empleo, quizás en la administración municipal, o en el gobierno. Si fuera cierto, que sorpresa para mamá,— al recordarla, en esa lechería con enjambres de moscas volando en torno de pirámides de alfajores y pan de leche, ternura súbita me humedeció los ojos.

Arrojé el cigarrillo y pagando lo consumido me dirigí a la casa de Souza.

Con violencia latían mis venas cuando llamé.

Retiré inmediatamente el dedo del botón del timbre, pensando:

—No vaya a suponer que estoy impaciente para que me reciba, y eso le disguste.

¡Cuánta timidez hubo en el circunspecto llamado! Parecía que al apretar el botón del timbre, quería decir.

—Perdóneme si lo molesto, señor Souza... pero tengo tanta necesidad de un empleo...

La puerta se abrió.

—El señor— balbucié.

—Pase.

De puntillas subí la escalera tras el fámulo. Aunque las calles estaban secas, en el quitabarros del dintel había frotado la suela de mis botines para no ensuciar nada allí.

En el vestíbulo nos detuvimos. Estaba obscuro.

El criado junto a la mesa ordenó los tallos de unas flores en su búcaro de cristal.

Se abrió una puerta, y el señor Souza compareció en traje de calle, centelleante la mirada tras los espejuelos de sus quevedos.

—¿Quién es Vd.?— me gritó con dureza.