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EL JUGUETE RABIOSO

Aproximadamente a las dos de la tarde almorzamos. Don Miguel apoyando el plato en un cajón de kerosene, yo en el ángulo de una mesa ocupada de libros, la mujer gorda en la cocina y don Gaetano en el mostrador.

A las 11 de la noche abandonamos la caverna.

Don Miguel y la mujer gorda caminaban en el centro de la calle lustrosa, con la canasta donde golpeaban los trastos de hacer café, don Gaetano sepultas las manos en los bolsillos, el sombrero en la coronilla y un mechón de cabellos caídos encima de los ojos y yo tras ellos, pensaba cuán larga había sido mi primera jornada.

Subimos, y al llegar al pasillo don Gaetano me preguntó:

—¿Trajistes colchón, vos?

—Yo nó, ¿por qué?

—Aquí hay una camita, pero sin colchón.

—¿Y no hay nada con que taparse?

Don Gaetano miró en redor, luego abrió la puerta del comedor, encima de la mesa había una carpeta verde, pesada y velluda.

Doña María ya entraba al dormitorio cuando don Gaetano tomó la carpeta por un extremo y echándomela al hombro, malhumorado, dijo:

—Estate buono — y sin contestar a mis buenas noches me cerró la puerta en las narices.

Quedé desconcertado ante el viejo, que testimonió su indignación con esta sorda blasfemia: "¡Ah! Dío Fetente", luego echó a andar y le seguí.

El cuchitril donde habitaba el anciano famélico, a quien desde ese momento bauticé con el nombre de Dio Fetente, era un triángulo absurdo, empinado junto al te-