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ROBERTO ARLT

compra y venta de libros usados, en la calle Lavalle al 800, un salón inmenso, atestado hasta el techo de volúmenes.

El local era más largo y tenebroso que el antro de Trofonio.

Donde se miraba había libros: libros en mesas forma. das por tablas encima de caballetes, libros en los mostradores, en los rincones, bajo las mesas y en el sótano.

Anchurosa portada mostraba a los transeuntes el contenido de la caverna, y en los muros de la calle colgaban volúmenes de historias para imaginaciones vulgares, la novela de Genoveva de Brabante y Las Aventuras de Musolino. Enfrente, como en un colmenar, la gente rebullía por el atrio de un cinematógrafo, con su campanilla repiqueteando incesantemente.

Al mostrador, junto a la puerta, atendía la esposa de don Gaetano, una mujer gorda y blanca, de cabello castaño y ojos admirables por su expresión de crueldad verde.

—No está Don Gaetano.

La mujer me señaló un grandulón que en mangas de camisa miraba desde la puerta el ir y venir de las gentes. Anudaba una corbata negra al cuello desnudo, y el pelo ensortijado sobre la frente tumultosa, dejaba ver entre sus anillos la punta de las orejas. Era un bello tipo, con su reciedumbre y piel morena, más bajo las pestañas hirsutas, los ojos grandes y de aguas convulsas, causaban desconfianza.

El hombre cogió la carta donde me recomendaban, la leyó, después, entregándola a su esposa, quedóse examinándome.

Gran arruga le hendía la frente, y por su actitud acechante y placentera adivinábase el hombre de natural desconfiado y trapacero a la par que meloso, de azucarada bondad fingida y de falsa indulgencia en sus gruesas carcajadas.