Estamos en casa de Enrique.
Un rayo rojo penetra por el ventanuco de la covacha de los títeres.
Enrique reflexiona en su rincón, y una arruga dilatada le hiende la frente desde la raíz de los cabellos al ceño. Lucio fuma recostado en un montón de ropa sucia y el humo del cigarrillo envuelve en una neblina su pálido rostro. Por encima de la letrineja, desde una casa vecina, llega la melodía de un vals desgranado lentamente en el piano.
Yo estoy sentado en el suelo. Un soldadito sin piernas, rojo y verde, me mira desde su casa de cartón desca. labrada. Las hermanas de Enrique riñen afuera con voz desagradable.
—¿Entonces...?
Enrique levanta la noble cabeza y mira a Lucio.
—¿Entonces?
Yo miro a Enrique.
—¿Y que te parece a vos, Silvio? — continúa Lucio.
—No hay que hacerle; dejarse de macanear, si no vamos a caer.
—Anteanoche estuvimos dos veces a punto.
—Sí, la cosa no puede ser más clara, — y Lucio por décima vez relee complacido un recorte de diario:
"Hoy a las tres de la madrugada el agente Manuel Carlés, de parada en la calle Avellaneda y Sud América, sorprendió un sujeto en actitud sospechosa y que llevaba un paquete bajo el brazo. Al intimarle alto, el desconocido echó a correr, desapareciendo en uno de los terrenos baldíos que hay en las calles inmediatas al lugar. La comisaría de la sección 38 ha tomado intervención".
—¿Así que el club se disuelve? — dice Enrique.