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ROBERTO ARLT

—Agua, dame agua.

Le alcancé una garrafa, y bebió ávidamente. En su garganta el agua cantaba. Un suspiro amplio le contrajo el pecho.

Después, sin apartar la inmóvil pupila de la pantalla sonrosada, sonrió con la sonrisa extraña e incierta de quien despierta de un miedo alucinante.

Dijo.

—Gracias, Silvio — y aún sonreía, ilimitadamen te anchurosa el alma en el inesperado prodigio de su salvación.

—Pero decime, ¿como fué?

—Mirá. Iba por la calle. No había nadie. Al doblar en la esquina de Sud América, me doy cuenta que bajo un foco me estaba mirando un vigilante. Instintivamente me paré, y él me gritó:

—¿Que lleva ahí?

Ni decirlo, salí como un diablo. El corría tras mí, pero como tenía el capote puesto no podía alcanzarme... lo dejaba atrás... cuando a lo lejos siento otro, venir a caballo... y el pito, el que me corría tocó pito. Entonces hice fuerza y llegué hasta acá.

—Has visto... ¡Por no dejar los libros en casa de Lucio!... ¡mirá si te "cachan"!

—Nos arrean a todos a la "leonera". ¿Y los libros? ¿No perdistes los libros por la calle?

—No, se cayeron ahí en el corredor.

Al ir a buscarlos tuve que explicarle a mamá.

—No es nada malo. Resulta que Enrique estaba ju gando al billar con otro muchacho y sin querer rompió el paño de la mesa. El dueño quiso cobrarle y como no tenía plata se armó una trifulca.