Página:El juguete rabioso (1926).djvu/54

Esta página ha sido corregida
46
EL JUGUETE RABIOSO

—Cerrá, cerrá que me persiguen; cerrá Silvio habló con voz enronquecida Irzubeta.

Lo arrastré bajo el techo de la galería.

—¿Que pasa Silvio, que pasa?— gritó mi madre asustada desde su habitación.

—Nada... callate... un vigilante que lo corría a Enrique por una pelea.

En el silencio de la noche, que el miedo hacía cómplice de la justicia inquisidora, resonó el silbido del pito de un polizonte, y un caballo al galope cruzó la bocacalle. Otra vez el terrible sonido, multiplicado, se repitió en distintos puntos cercanos.

Como serpentinas cruzaban la altura, las clamantes llamadas de los vigilantes.

Un vecino abrió la puerta de calle, se escucharon las voces de un diálogo, y Enrique y yo en la oscuridad de la galería, temblorosos nos estrechábamos uno contra otro. Por todas partes los silbos inquietantes se prolongaban amenazadores, numerosos, en tanto que de la carrera siniestra para cazar al delincuente, nos llegaba el ruido de herraduras de caballos, los galopes frenéticos, las bruscas detenciones en el resbaladizo adoquinado, el retroceso de los polizontes. Y yo tenía al perseguido entre mis brazos, su cuerpo tembloroso de espanto contra mí, y una misericordia infinita me 'inclinaba hacia el adolescente quebrantado.

Lo arrastré hasta mi tugurio. Le castañeteaban los dientes. Tiritando de miedo, se dejó caer en una silla y sus azoradas pupilas engrandecidas de espanto se fijaron en la sonrosada pantalla de la lámpara.

Otra vez cruzó un caballo la calle, pero con tanta lentitud que creí se detendría frente a mi casa. Después, el vigilante espoleó su cabalgadura y las llamadas de los silbatos que se hacían menos frecuentes, cesaron por completo.