—Vos Silvio abrís las cajas con tu sistema de arco voltaico.
—Bonnot desde el infierno debe aplaudirnos— dijo Enrique.
—Vivan los apaches Lacombe y Valet— exclamé.
—Eureka— gritó Lucio.
—¿Que te pasa?
El mancebo respondió:
—Ya está... ¿no te decía Lucio? si tienen que levantarte una estatua... ya está ¿sáben lo que es?
Nos agrupamos en torno de él.
—¿Se fijaron? ¿Te fijaste vos, Enrique en la joyería que está al lado del Cine Electra?... en serio ché, no te rías. La letrina del cine no tiene techo... me acuerdo lo más bien; de allí podríamos subir a los techos de la joyería. Se sacan unas entradas a la noche y antes de que termine la función uno se escurre. Por el agujero de la llave se inyecta cloroformo con una pera de goma.
—Cierto ¿sabés Lucio que será un golpe magnífico?... y quien va a sospechar de unos muchachos. El proyecto hay que estudiarlo.
Encendí un cigarrillo, y al resplandor de la cerilla descubrí una escalera de mármol.
Nos lanzamos escalera arriba.
Llegando al pasadizo, Lucio con su linterna eléctrica iluminó el lugar, un paralelógramo restringido, prolongado a un costado por oscuro pasillo. Clavado al marco de madera de la puerta, había una chapa esmaltada cuyos caracteres rezaban: Biblioteca.
Nos aproximamos a reconocerla. Era antigua y sus altas hojas, pintadas de verde dejaban el insterticio de una pulgada entre los zócalos y el pavimento.
Por medio de una palanca, se podía hacer saltar la cerradura de sus tornillos.