—No, tiene cada púa que dá miedo.
Un agente de policía cruzó el herbero de la plaza hacia nosotros.
Lucio exclamó en voz alta, lo suficiente para ser escuchado del polizonte:
—¡Es que el profesor de Geografía me tiene rabia, ché, me tiene rabia!
Cruzada la diagonal de la plazoleta, nos encontramos frente a la muralla de la escuela, y allí notamos que comenzaba a llover otra vez.
Rodeaba el edificio esquinero una hilera de copudos plátanos, que hacía densísima la obscuridad en el triángulo. La lluvia musicalizaba un ruido singular en el follaje.
Alta verja mostraba sus dientes agudos uniendo los dos cuerpos de edificio, elevados y sombríos.
Caminando lentamente escudriñábamos en la sombra; después sin pronunciar palabra trepé por los barrotes, introduje un pié en el aro que eslabonaba cada dos lanzas, y de un salto me precipité al patio, permaneciendo algunos segundos en la posición de caído, esto es: en cuclillas, inmóviles los ojos, tocando con las yemas de los dedos las baldosas mojadas.
—No hay nadie ché— susurró Enrique que acababa de seguirme.
—Parece que no, ¿pero que hace Lucio que no baja? En las piedras de la calle escuchamos el choque acompasado de herraduras, después se oyó otro caballo al paso, y en las tinieblas el ruido fué decreciendo.
Sobre las lanzas de hierro, Lucio asomó la cabeza. Apoyó el pié en un travesaño y se dejó caer con tal sutileza que en el mosaico apenas crujió la suela de su calzado.
—¿Quien pasó ché?