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ROBERTO ARLT

Recuerdo cómo me llamó la atención el perfil de un violinista de cabeza socrática y calva resplandeciente. En su naríz cabalgaban anteojos de cristales ahumados y se reconocía el esfuerzo de aquellos ojos cubiertos, por la forzada inclinación del cuello sobre el atril.

Lucio me preguntó:

—¿Seguís con Eleonora?

—No, ya cortamos. No quiere ser más mi novia.

—¿Por qué?

—Porque sí.

La imagen adunada al langor de los violines me penetró con violencia. Era un llamado de mi otra voz, a la mirada de su rostro sereno y dulce. ¡Oh! cuánto me había extasiado de pena su sonrisa ahora distante, y desde la mesa, con palabras de espíritu la hablé de esta manera, mientras gozaba una amargura más sabrosa que una voluptuosidad.

—¡Ah! si yo hubiera podido decirte lo que te quería, así con la música del "Kiss me"... disuadirte con este llanto... entonces quizá... pero ella me ha querido también... ¿no es verdad que me quisiste, Eleonora?

—Dejó de llover... salgamos.

—Vamos.

Enrique arrojó unas monedas en la mesa. Me preguntó:

—¿Tenés el revólver?

—Si.

—¿No fallará?

—El otro día lo probé. La bala atravesó dos tablones de albañil.

Irzubeta agregó:

—Si va bien en ésta me compro una Browning; pero por las dudas traje un puño de fierro.

—¿Está despuntado?