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EL JUGUETE RABIOSO

—De poco nos servirá este energúmeno dije a Enrique; más como aportaba el entusiasmo del neófito a la reciente cofradía, su decisión entusiasta, ratificada por un gesto rocambolesco, nos esperanzó.

Ahora bien, como es de rigor no podíamos carecer de local donde reunirnos y le denominamos, a propuesta de Lucio que fué aceptada unánimemente, el "Club de los Caballeros de Media Noche".

Dicho club estaba en los fondos de la casa de Enrique, frente a una letrineja de muros negruzcos y revoques desconchados, y consistía en una estrecha pieza de madera polvorienta, y de cuyo techo de tablas pendían largas telas de araña. Arrojados por los rincones había montones de títeres inválidos y despintados, herencia de un titiritero fracasado amigo de los Irzubeta, cajas diversas con soldados de plomo atrozmente mutilados, hediondos bultos de ropa sucia, y cajones atiborrados de revistas viejas y periódicos.

La puerta del cuchitril se abría a un patio oscuro de ladrillos resquebrajados, que en los días lluviosos rezumaban fango.

—¿No hay nadie ché?

Enrique cerró el enclenque postigo por cuyos vidrios rotos se veían grandes rulos de nubes de estaño.

—Están adentro charlando.

Nos ubicamos lo más buenamente posible. Lucio ofreció cigarrillos egipcios, formidable novedad para nosotros, y con donaire encendió la cerilla en la suela de sus zapatos. Dijo después:

—Vamos a leer el Diario de Sesiones.

Para que nada faltara en el susodicho club, había