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ROBERTO ARLT

Como no disfrutaban de medios para mantener criada, y como ninguna sirvienta tampoco hubiera podido soportar los bríos faunescos de los tres golfos cabelludos y los malos humores de las quisquillosas doncellas y los caprichos de las brujas dentudas, Enrique era el imprescindible niño de los mandados, el correveidile necesario para el buen funcionamiento de aquella coja máquina económica, y tan acostumbrado estaba a pedir a crédito, que su descaro en este sentido era inaudito y ejemplar. En su elogio puede decirse que un bronce era más susceptible de vergüenza que su fino rostro.

Las dilatadas horas libres Irzubeta las entretenía dibujando, habilidad para la que no carecía de ingenio y delicadeza, lo que no deja de ser un buen argumento para comprobar que siempre han existido pelafustanes con aptitudes estéticas. Como yo no tenía nada que hacer, estaba frecuentemente en su casa, cosa que no agradaba a las dignas ancianas, de quienes no se me daba un ardite. De esta unión con Enrique, de las prolongadas conversaciones acerca de bandidos y latrocinios, nos nació una singular predisposición para ejecutar barrabasadas, y un deseo infinito de inmortalizarnos con el nombre de delincuentes.

Decíame Enrique con motivo de una expulsión de "apaches" emigrados de Francia a Buenos Aires, y que Soiza Reilly había reporteado, acompañando el artículo de elocuentes fotografías:

—El Presidente de la República, tiene cuatro "apaches" que le cuidan las espaldas.

Yo me reía.

—Déjate de macanear.

—Cierto te digo, y son así — y abría los brazos como un crucificado para darme una idea de la capacidad toráxica de los facinerosos de marras.

No recuerdo por medio de qué sutilezas y sin razones