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EL JUGUETE RABIOSO

Reñía el tal a la puerta con una de las niñas, cuando quiso su mala suerte que lo escuchara el oficial inspector, casualmente de visita en la casa.

Este, acostumbrado a dirimir toda cuestión a puntapiés, irritado por la insolencia que representaba el hecho de que el panadero quisiera cobrar lo que se le debía, expulsólo a puñetazos de la puerta. Eso no dejó de ser una saludable lección de crianza y muchos prefirieron no cobrar. En fin, la vida encarada por aquella familia era más jocosa que un sainete bufo.

Las doncellas mayores de veinte y seis años y sin novio, se deleitaban en Chateaubriand, languidecían en Lamartine y Cheburliez. Esto les hacía abrigar la convicción de que formaban parte de una "élite" intelectual, y por eso designaban a la gente pobre con el adjetivo de chusma.

Chusma llamaban al almacenero que pretendía cobrar sus habichuelas, chusma a la tendera a quien habían sonsacado unos metros de puntilla, chusma el carnicero que bramaba de coraje cuando por entre los postigos, a regañadientes, se le gritaba que el "mes que viene sin falta se le pagaría".

Los tres hermanos, cabelludos y flacos, prez de vagos, durante el día tomaban abundantes baños de sol, y al oscurecer se trajeaban con el fin de ir a granjear amoríos entre las perdularias del arrabal.

Las dos ancianas beatas y gruñidoras reñían a cada momento por bagatelas, o sentadas en rueda en la sala vetusta con las hijas que espiaban tras los visillos, entretejían chismes; y como descendían de un oficial que militara en el ejército de Napoleón I, muchas veces en la penumbra que idealizaba sus semblantes exangües, las escuché soñando en mitos imperialistas, evocando añeejos esplendores de nobleza, en tanto que en la solitaria acera el farolero con su pértiga coronada de una llama violeta, encendía el farol verde del gas.