de mondongueras, verduleros y vendedoras de huevos se regocijaba de la inmundicia con que les salpicaba las chuscadas del jaquetón.
Llamaban:
—Rengo... vení Rengo y los fornidos carniceros, los robustos hijos de napolitanos, toda la barbuda suciedad que se gana la vida ficando miserablemente, toda la chusma flaca y gorda, aviesa y astuta, los vendedores de pescado y de fruta, los carniceros y mantequeras, toda la canalla codiciosa de dinero se complacía en la granujería del Rengo, en la desvergüenza del Rengo, y el Rengo olímpico, desfachatado y "milonguero", semejante al símbolo de la feria franca, en el pasaje sembrado de tronchos, berzas y cáscaras de naranja, avanzaba contoneándose, y prendida a los labios esta canción obscena:
Era un pelafustán digno de todo aprecio. Habíase acogido a la nob profesión de cuidador de carros, desde el día que le quedó un esguince en una pierna a consecuencia de la caída de un caballo. Vestía siempre el mismo traje, es decir un pantalón de lanilla verde, y un saquito que parecía de torero.
Se adornaba el cuello que dejaba libre su elástico negro, con un pañuelo rojo. Grasiento sombrero aludo le sombreaba la frente y en vez de botines calzaba alpargatas de tela violeta, y adornadas de arabescos rosados.
Con un látigo que nunca abandonaba recorría rengueando de un lado a otro la fila de carros, para hacer guardar compostura a los caballos que por desaburrirse se mordisqueaban ferozmente.
El Rengo además de cuidados, tenía sus cascabeles de ladrón, y siendo "macró" de afición no podía dejar de ser jugador de hábito. En substancia, era un pícaro afabilísimo,