mularemos una queja contra usted a su jefe de línea, que es conocido nuestro.
—¡Pero, caballeros, es que yo..., es que él...!
—No queremos explicaciones; le advertimos que si no presenta usted sus excusas, tomaremos al enfermo bajo nuestra protección.
—¡Está bien...! Perfectamente...; le daré mis excusas..., si ustedes lo desean.
Media hora más tarde, Podtiaguin prepara su frase de excusas para contentar al pasajero y no rebajar demasiado su dignidad. Hele aquí de nuevo en el coche de segunda.
—¡Caballero!—le dice—. ¡Caballero, escúcheme!
El enfermo se estremece y salta.
—¿Qué?
—Es que yo quiero..., ¿cómo decirlo...?, ¿cómo explicarle...? No se ofenda usted...
—¡Ah...! ¡Agua...!—grita el enfermo llevándose la mano al corazón—. He tomado el tercer polvo de morfina..., me dormía, y otra vez... Dios mío, ¿cuándo se acabará esta tortura?
—Pero es que yo..., dispénseme...
—Basta...; hágame bajar en la primera estación... No puedo soportarlo más... Me... muero...
—¡Esto es abominable—exclaman voces desde el público—; váyase de aquí! ¡Tendrá usted que responder de sus insolencias! ¡Váyase usted!
Podtiaguin suspira hondamente y se marcha del vagón. En el coche de los empleados siéntase rendido al lado de la mesa y prorrumpe en quejas.
—¡Qué público! ¡Sea usted complaciente, conténte-