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ANTÓN P. CHEJOV

los ojos y muestra una cara compungida y se apoya en los cojines.

—¡Dios mío! ¡He tomado el segundo polvo de morfina, que me calmó; iba a coger el sueño, y otra vez...! ¡Otra vez el billete...! ¡Le suplico tenga compasión de mí!

—Interrogue al señor jefe, y verá usted entonces si tengo derecho, o no, a pedir los billetes.

—¡Esto es insoportable! ¡Tome usted su billete! ¡Le compraré, si quiere todavía, otros cinco; pero déjeme que me muera en paz! ¿Es posible que no haya sufrido usted alguna vez? ¡Qué gente tan insensible!

—¡Es una mofa!—dice indignado un señor que viste uniforme militar—.¡No puedo explicarme de otro modo tamaña insistencia!

—Déjelo—le dice el jefe de estación, frunciendo el ceño y tirándole a Podtiaguin de la manga.

Podtiaguin se encoge de hombros y camina lentamente detrás del jefe.

—¿De qué sirve el ser complaciente?—añade con perplejidad—. Sólo para que el viajero se tranquilice le he llamado al jefe, y en lugar de agradecérmelo, me regaña.

Otra estación. Parada de diez minutos.

Podtiaguin se va a la cantina a tomar un vaso de agua de Seltz. Se le acercan dos caballeros de uniforme y le dicen:

—¡Oiga usted, jefe del tren! Su proceder con el pasajero enfermo indigna a todos los que lo hemos presenciado. Yo soy ingeniero y este señor es coronel; le declaro que si no presenta usted sus excusas, for-