Página:El jardín de los cerezos.djvu/253

Esta página ha sido corregida
249
¡QUÉ PÚBLICO!

—Oiga usted, caballero—exclama Podtiaguin—; si no acaba de gritar y molestar a los demás pasajeros, me veré obligado a hacerle bajar en la primera estación y a levantar acta.

—¡Es abominable!—murmuran los demás pasajeros—. Eso de no dejar en paz a un hombre enfermo... ¡Acabe de una vez, en fin!

—Pero si es el caballero, que me insulta—replica Podtiaguin.— ¡Está bien; que se guarde el billete! Pero yo cumplía con mi deber, ya lo sabe usted...; si no fuera mi deber... Pueden ustedes informarse..., preguntar al jefe de estación...

Podtiaguin encoge los hombros y se aleja del enfermo. Al principio sentíase ofendido y maltratado; pero después de haber recorrido dos o tres vagones, su alma de jefe de tren experimenta cierta intranquilidad y algo como un remordimiento.

—Tienen razón; yo no tenia para que despertar al enfermo. Pero no es culpa mía. Ellos creen que lo hago por mi gusto: no saben que tal es mi obligación. Si no me creen, pueden informarse cerca del jefe de estación.

La estación. Parada de cinco minutos. En el coche de segunda clase entra Podtiaguin, y detrás de él, con su gorra encarnada, aparece el jefe de estación.

—Este caballero pretende que no tengo derecho a pedirle su billete, y hasta se ha enfadado. Le ruego, señor jefe, que le aclare si procedo por obligación o por pasar el rato. ¡Caballero!—prosigue Podtiaguin dirigiéndose al hombre flaco—. ¡Caballero!, si usted no me cree, puede interrogar al jefe de estación....

El enfermo salta como picado por una avispa, abre