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ANTÓN P. CHEJOV

—¡Completamente!

—¡Si yo mismo lo sé! El general tiene perros de valor, perros de raza, y éste no significa nada...; carece de aspecto y de cualidades...; ¡una porquería! Hay que ser muy idiota para poseer animales como éstos. ¡Hace falta ser bruto! Si en Petersburgo o Moscov encontraran perro semejante, no andarían con contemplaciones. Lo matarían sin tardanza. Y tú, Hrinkin, que eres la víctima, no dejes las cosas así... ¡Lo verán! Es tiempo...

—Y tal vez es del general—sigue pensando en alta voz el municipal—. No lo lleva escrito en el hocico... El otro día, en su jardín, vi uno como éste...

—Naturalmente que es del general—confirma la voz del gentío.

—Hum...; trae mi abrigo, amigo Andirin...; hay viento...; siento como escalofríos... Llevarás el perro a la casa del general... Dirás que yo lo encontré y se lo mando... Aconsejarás que no lo dejen salir a la calle. Puede ser animal de precio, y si cada imbécil le metiera cigarros en la nariz, pudiera desgraciarse... ¡Los perros son delicados! ¡Y tú, bruto, baja tu mano! ¡No tienes nada que mostrar en tu dedo! ¡Tú solo tienes la culpa...!

—Aquí viene el cocinero del general... Podemos interrogarle... ¡Protor, oye, amigo! Ven por aquí, mira este perro... ¿es de ustedes?

—Quién te lo dijo? No tenemos semejantes animales.

—No continúes—interrumpe Ochumelof—. ¡Es vagabundo! ¡Estamos perdiendo el tiempo! ¡Ya dije yo que es vagabundo, y así es...! ¡Matadlo inmediatamente...!