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ANTÓN P. CHEJOV

camisa, el cual, levantando el brazo, muestra su dedo ensangrentado a la muchedumbre. Su voz y su gesto aparecen triunfantes. Su dedo semeja una enseña victoriosa. Diríase que todo su rostro, y aun él mismo, quieren expresar «Ya me las pagaréis todas». Ochumelof reconoce al hombre. Es el joyero Hrinkin: En medio del círculo, temblando con todo su cuerpo, está sentado el culpable: un cachorro lebrel, con el hocico en punta y manchas rubias en el lomo. Sus ojos revelan su terror.

—¿Qué ocurre?—interroga Ochumelof, introduciéndose entre la gente—. ¿Qué pasa? ¿Quién grita? ¿Qué ocurre con el dedo?

—Vera usted. Yo pasaba tranquilamente, sin meterme con nadie... Iba por el asunto de las maderas..., y de repente salió este maldito animal y me mordió el dedo... sin que yo le diera motivo alguno... Dispénseme, excelencia; pero yo no soy más que un trabajador... Ejecuto trabajos minuciosos. Fuerza es que se me indemnice. A buen seguro, yo no podré servirme de mi dedo en una semana entera. Ninguna ley puede obligarme a soportar los ataques de los animales... Como a todos les dé por morder, la vida será imposible...

—Hum... Está bien—dice Ochumelof con severidad, tosiendo y frunciendo las cejas—. ¿De quién es este perro? Esto no lo voy a dejar así. ¡Ya verán ustedes lo que resulta con dejar sueltos a los animales por las calles! Hora es de imponer una corrección a esos caballeros que no hacen caso de los reglamentos. Yo sabré clavar una buena multa al granuja que permitió que su