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LOS HOMBRES QUE ESTÁN DE MÁS

Al fin, los veraneantes llegan hasta la aldea. Zaikin se despide del de los pantalones rojos y entra en su casa, donde reina un silencio mortal. Se oye solamente el zumbido de las moscas y de los mosquitos. Delante de las ventanas cuelgan visillos de tul, delante de los cuales se ven macetas con flores marchitas. En las paredes, de madera, al lado de las oleografías, dormitan las moscas. En la antesala, en la cocina, en el comedor no hay alma viviente.

En la habitación, que sirve al mismo tiempo de sala y de recibidor, Zaikin encuentra a su hijo Petia, chicuelo de seis años.

Petia está muy absorto en su trabajo. Recorta la sota de un naipe, avanza el labio inferior y sopla.

—¿Eres tú, papá?—le dice sin volver la cabeza—. ¡Buenos días!

—¡Buenos días...! ¿Dónde está tu madre?

—¿Mamá? Ha ido con Olga Cirilovna a un ensayo. Habrá representación pasado mañana. Me llevarán a mí también... ¿Y tú, irás?

—Hum... ¿No sabes cuándo volverá tu madre?

—Dijo que volvería al ser de noche.

—Y Natalia, ¿dónde está?

—Mamá se la llevó para que le ayudara a vestirse en los entreactos, y Akulina se fué a buscar setas al bosque. Papá, ¿por qué cuando los mosquitos pican, el vientre se les pone encarnado?

—No sé... Porque chupan la sangre. ¿De modo que no hay nadie en casa?

—Nadie. Yo solo estoy en casa.

Zaikin se sienta en una butaca y mira como atonta-