Son las siete de la tarde. Un día caluroso del mes de junio. Del apeadero de Hilkobo, una multitud de personas que han llegado en el tren encamínase a estación veraniega. Casi todos los viajeros son padres de familia, cargados de paquetes, carpetas y sombrereras. Todos tienen el aspecto cansado, hambriento y aburrido, como si para ellos no resplandeciera el Sol y no creciera la hierba.
Entre los demás anda también Davel Ivanovitch Jaikin, miembro del Tribunal del distrito, hombre alto y delgado, provisto de un abrigo barato y de una goma desteñida.
—¿Vuelve usted todos los días a su casa?—le pregunta un veraneante, que viste pantalón rojo.
—No; mi mujer y mi hijo viven aquí, y yo vengo solamente dos veces a la semana—le contesta Jaikin con acento lúgubre—. Mis ocupaciones me impiden venir todos los días, y además, el viaje me resulta caro.
—Tiene usted razón; es muy caro—suspira el de los pantalones rojos—. No puede uno venir de la ciudad a pie, hace falta un coche; el billete cuesta cuarenta y dos céntimos...; en el camino compra uno el periódico, toma una copita... Todo son gastos pequeños, cosa de nada, pero al final del verano suben a unos doscientos