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ANTÓN P. CHEJOV

mitch?—exclama la generala ruborizándose—. ¡Por Dios...!

—¡Me quedaré así en tanto que no me muera!—respondió Zamucrichin, llevándose su mano a los labios—. ¡Que todo el mundo me vea a los pies de nuestro ángel de la guarda! ¡Oh, bienhechora de la Humanidad! ¡Que me vean postrado de hinojos ante la que me devolvió la vida, me enseñó la senda de la verdad e iluminó las tinieblas de mi escepticismo, ante la persona por la cual hallaríame dispuesto a dejarme quemar vivo! ¡Curandera milagrosa, madre de los enfermos y desgraciados! ¡Estoy curado! Me resucitasteis como por milagro.

—¡Me... me alegro muchísimo...!—balbucea la generala henchida de satisfacción—. Me causa usted un verdadero placer... ¡Haga el favor de sentarse! El martes pasado, en efecto, se encontraba usted muy mal.

—¡Y cuán mal! Me horrorizo al recordarlo—prosigue Zamucrichin sentándose—; fijábase en todos los miembros y partes el reuma. Ocho años de martirio sin tregua..., sin descansar ni de noche ni de día. ¡Bienhechora mía! He visto médicos y profesores, he ido a Kazan a tomar baños de fango, he probado diferentes aguas, he ensayado todo lo que me decían... ¡He gastado mi fortuna en medicamentos! ¡Madre mía de mi alma! Los médicos no me hicieron sino daño, metieron mi enfermedad para dentro; eso sí, la metieron hacia dentro; mas no acertaron a sacarla fuera; su ciencia no pasó de ahí. ¡Bandidos; no miran más que el dinero! ¡El enfermo les tiene sin cuidado! Recetan alguna droga y os obligan a beberla! ¡Asesinos! Si no fuera