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Marfa Petrovna, la viuda del general Pechonkin, ejerce unos diez años ha la medicina homeopática y recibe los martes por la mañana los aldeanos enfermos que acuden a consultarla.

Es una hermosa mañana del mes de mayo. Delante de ella, sobre la mesa, vése un estuche con medicamentos homeopáticos, los libros de medicina y las cuentas de la farmacia donde se surte la generala.

En la pared, con marcos dorados, figuran cartas de un homeópata de Petersburgo, que Marfa Petrovna considera como una celebridad, así como el retrato del Padre Aristarco, que la libró de los errores de la alopatía y la encamino hacia la verdad.

En la antesala esperan los pacientes. Casi todos están descalzos, porque la generala ordena que dejen las botas malolientes en el patio. Marfa Petrovna ha recibido diez enfermos; ahora llama al onceno:

—¡Gavila Gruzd!

La puerta se abre; pero en vez de Gavila Gruzd entra un viejecito menudo y encogido, con ojuelos lacrimosos—es Zamucrichin, propietario, arruinado, de una pequeña finca sita en la vecindad.

Zamucrichin coloca su cayada en el rincón, acércase a la generala y sin proferir una palabra se hinca de rodillas.

—¿Qué hace usted? ¿Qué hace usted, Kuzma Kaz-