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ANTÓN P. CHEJOV

—Ahora mismo me es imposible dar con el abrigo. Hay tanto trapajo por el suelo, que no puedo orientarme. Lánzame tus fósforos...

—Es que no los tengo.

—¡Estamos frescos! ¡No hay que decir...! ¡Valiente situación...! ¿Qué hago...? Yo no puedo, sin embargo abandonar el abrigo y la carpeta. Necesito buscarlos.

—¡No concibo cómo es posible no reconocer su propia casa!—replica Laef, indignado—. ¡Casa de borracho...! ¡En mal hora vine contigo...! De ir solo, hallaríame ya en casa. Dormiría... en lugar de padecer aquí... ¡Estoy rendido...! ¡No puedo más...! ¡Siento vértigos!

—En seguida, en seguida; no te apures; no te morirás por esto.

Por encima de la cabeza de Laef pasa un gran gallo. Lapkin suspira desconsoladamente y se sienta en una piedra. Sus entrañas arden de sed, sus ojos se cierran, su cabeza tambalea... Pasan cinco minutos, diez, veinte... Cosiaokin está siempre enredado con las gallinas.

—¡Pedro! ¿Cuándo vienes?

—Ahora mismo. ¡Ya encontré la carpeta; pero volví a extraviarla...!

Lapkin apoya su cabeza en sus puños y cierra los ojos... Los cacareos aumentan... Las moradoras de la extraña vivienda salen volando y le parece que dan vueltas alrededor de su cabeza, como lechuzas... Le zumban los oídos y el terror se apodera de su alma...

—¡Qué bestia!—piensa—. Me convidó, me prometió obsequiarme con vino y leche, y en vez de esto me obliga a venir aquí a pie y escuchar estas gallinas...

Lapkin está indignado; hunde la barba en el cuello,