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ANTÓN P. CHEJOV

—Nada; ya hemos llegado: henos en casa.

Los amigos acércanse a una de las casitas y se detienen frente a la ventana.

—Es una casita bonita—dice Cosiaokin—; mañana verás qué hermosas vistas tiene. Pero las ventanas están obscuras... Verotchka se habrá cansado de esperar, y se habrá acostado; no duerme, hallaráse inquieta por mi tardanza (empuja la ventana con su bastón y la abre); pero qué valiente es: se acuesta sin cerrar la ventana.

Quítase el abrigo y lo echa dentro de la estancia, lo propio que su carpeta.

—¡Qué calor! Vamos a entonar una canción; la haremos reír. (Canta) ¡Canta, Aliocha! Verotchka, ¿quieres oír la serenata de Schúbert? (Canta, pero hace un gallo y tose.) ¡Verotchka, dile a María que abra la puerta! (Pausa.) Verotchka, no seas perezosa; levántate. (Sube por encima de una piedra, y se asoma por la ventana.) Verotchka, rosita mía, angelito, mujercita mía incomparable. ¡Anda, levántate! ¡Dile a María que abra! ¡Bien sé que no duermes, gatita mía! No podemos soportar más bromas; estamos tan cansados que ya no tenemos fuerzas. Hemos llegado a pie desde la estación...; ¿pero me oyes, o no...? (Intenta escalar la ventana, pero cae.) ¡Qué demonio! Ves, nuestro huésped está molesto. Noto que todavía eres una niña que no piensa más que en jugar...

—Escucha; tal vez tu esposa duerme de veras—dice Laef.

—¡No duerme; quiere que arme ruido: que despierte el vecindario! ¡Oye, Verotchka, me voy a enfadar!