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LA VÍSPERA DEL JUICIO

gos, Teodorito me cogió del botón de mi abrigo y quiso convencerme de que le aceptara un billete de diez rublos.

—Usted no puede rechazarlo; tengo la costumbre de pagar todo trabajo honrado. ¿No estudió usted? Sus conocimientos, ¿no los adquirió usted a costa de fatigas? Esto yo lo sé.

No había modo de negarse. Y embolsé los diez rublos.

De esta suerte pasé la víspera del juicio. No me detendré en describir mis impresiones cuando la puerta del Tribunal se abrió y el alguacil me señaló el banquillo de los acusados. Me limitaré a hacer constar el sentimiento de vergüenza que me asaltó cuando al volver la cabeza ví centenares de ojos que me miraban, y me fijé en los rostros solemnes y serios de los jurados. A primera vista comprendí que estaba perdido. Pero lo que no puedo referir y lo que el lector no puede imaginarse es el espanto y el terror que de mí se apoderaron cuando, al levantar los ojos a la mesa cubierta de paño rojo, descubrí, en el asiento del fiscal, a... Teodorito. Al apercibirlo me acorde de las chinches, de Zinita, de mi diagnóstico, de mi receta, y experimenté algo como si todo el Océano Ártico me inundara.

Teodorito alzó los ojos del papel que estaba escribiendo, al principio no me reconoció; pero de pronto sus pupilas se dilataron, su mano se estremeció. Incorporóse lentamente y clavó su mirada plomiza en mí. Me levante a mi vez sin saber por qué, incapaz de apartar mis ojos de los suyos.