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LA VÍSPERA DEL JUICIO

El matrimonio se quedó callado. Yo cerré los ojos y trate de conciliar el sueño. Transcurrió una media hora, luego una hora; el sueño no acudió. En fin, mis vecinos también empezaron a moverse, y les oí murmurar:

—¡Es extraordinario! Estos animales no temen ni a los polvos. ¡Es demasiado! ¡Doctor! Zinita me encarga le pregunte por qué estos enemigos nuestros huelen tan mal.

Entablamos conversación. Hablamos de los enemigos, del mal tiempo, del invierno ruso, de la medicina, en la cual yo no entiendo jota; de Edison...

—Zinita, no te avergüences; este señor es médico.

Después de la conversación sobre Edison, cuchichearon.

Teodorito le dijo:

—No tengas reparo, interrógale. ¿De qué te asustas? Cheroezof no te alivio; acaso éste lo consiga.

—Interrógale tú—murmuró Zinita.

—¡Doctor!—gritó Teodorito dirigiéndose a mí—. Mi mujer tiene a veces la respiración oprimida, tose, siente como un peso en el pecho... ¿De que proviene ésto?

—Difícil es definirlo. La explicación sería larga...

—¿Qué importa que la explicación sea larga? Tiempo nos sobra; de todos modos, no podemos dormir... Examínela, querido señor. He de advertirle que la trata el doctor Cheroezef, persona excelente, pero que no me parece entenderla. Yo no tengo confianza en sus conocimientos, no creo en él. Yo comprendo que usted no se halla dispuesto a una consulta en estas circunstancias; sin embargo, le suplico tenga la amabili-