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ANTÓN P. CHEJOV

—Antes, nuestro pueblo era más alegre—decía Charamúkin contemplando el fuego de la chimenea con ojos amables—; ningún invierno transcurría sin que viniera alguna celebridad teatral. Llegaban artistas famosos, cantantes de primer orden, y ahora, que el diablo se los lleve, no se ven más que saltimbanquis y tocadores de organillo. No tenemos ninguna distracción estética. Vivimos como en un bosque. ¿Se acuerda usted, excelencia, de aquel trágico italiano...? ¿Cómo se llamaba? Un hombre alto, moreno... ¿Cuál era su nombre? ¡Ah! ¡Me acuerdo! Luigi Ernesto de Ruggiero. Fué un gran talento. ¡Qué fuerza la suya! Con una sola palabra ponía en conmoción todo el teatro. Mi Anita se interesaba mucho en su talento. Ella le procuro el teatro de balde y se encargó de venderle los billetes por diez representaciones. En señal de gratitud, la enseñaba declamación y música. Era un hombre de corazón. Estuvo aquí, si no me equivoco, doce años ha... me equivoco..., diez años. ¡Anita! ¿Qué edad tiene nuestra Nina?

—¡Nueve!—gritó Ana Pavlovna desde su gabinete—. ¿Por qué lo preguntas?

—Por nada, mamaita... Teníamos también cantantes muy buenos. ¿Recuerda usted el tenore di grazia Prilipchin...? ¡Qué alma tan elevada! ¡Qué aspecto! Rubio, la cara expresiva, modales parisienses, ¡y qué voz! Adolecía, sin embargo, de un defecto. Daba notas de estómago, y otras de falsete. Por lo demás, su voz era espléndida. Su maestro, a lo que él decía, fué Tamberlick. Nosotros, con Anita, le procuramos la sala grande del Casino de la Nobleza, en agradecimiento de lo cual solía venir a casa, y nos cantaba trozos de su