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UN PADRE DE FAMILIA

Cúbrese los ojos con un pañuelo y sale del comedor.

—¡Ah!, la señora se ofendió—dice Gilin sonriendo malévolamente—. Es delicada, en verdad, lo es demasiado. ¡Ya lo creo, Amfisa Ivanova! No le gusta a la gente oír las verdades. ¡Seré yo quien acabe por tener la culpa de todo!

Transcurren algunos minutos en completo silencio. Gilin advierte que nadie ha tocado aún la sopa; suspira, se fija en la cara descompuesta y colorada de la institutriz, y le pregunta:

—¿Por qué no come usted, Bárbara Vasiliena? ¡Usted también se habrá ofendido, seguramente! ¿La verdad no es de su agrado? Le pido mil perdones. Yo soy así. Me es imposible mentir. Yo no puedo ser hipócrita. Siempre digo la verdad lisa y llana. Pero noto que aquí mi presencia es desagradable. Cuando yo me hallo presente, nadie se atreve a comer ni a hablar. ¿Por qué no me lo hacen saber? Me marcharé...; me voy...

Gilin se pone en pie, y con aire importante dirígese a la puerta. Al pasar frente a Fedia, que sigue llorando, detiénese, echando atrás la cabeza con arrogancia, y pronuncia estas frases:

—Después de lo ocurrido, puede usted recobrar su libertad. No me interesaré más por su educación. Me lavo las manos. Pídole perdón sí, ansiando con toda mi alma su bien, le he molestado, así como a sus educadores. Al mismo tiempo, declino para siempre mi responsabilidad por su porvenir.

Fedia solloza con más fuerza. Gilin, cada vez más