La joven esposa del viejo administrador de Correos Hattopiertzof acababa de ser inhumada. Después del entierro fuimos, según la antigua costumbre, a celebrar el banquete funerario. Al servirse los buñuelos, el anciano viudo rompió a llorar, y dijo:
—Estos buñuelos son tan hermosos y rollizos como ella.
Todos los comensales estuvieron de acuerdo con esta observación. En realidad era una mujer que valía la pena.
—Sí; cuantos la veían quedaban admirados—accedió el administrador—. Pero yo, amigos míos, no la quería por su hermosura, ni tampoco por su bondad; ambas cualidades corresponden a la naturaleza femenina, y son harto frecuentes en este mundo. Yo la quería por otro rasgo de su carácter: la quería—¡Dios la tenga en su gloria!—porque ella, con su carácter vivo y retozón, me guardaba fidelidad. Si, señores; érame fiel, a pesar de que ella tenía veinte años y yo sesenta. Si, señores; érame fiel, a mí, el viejo.
El diácono, que figuraba entre los convidados, hizo un gesto de incredulidad.
—¿No lo cree usted?—preguntóle el jefe de Correos.
—No es que no lo crea; pero las esposas jóvenes