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ANTÓN P. CHEJOV

—Bebe más te—dice Pelagia Ivanova a la comadrona—. Endulzalo más [1]; mañana es vigilia; hártate.

La comadrona toma una cucharadita de dulce, la acerca a sus labios con indecisión, pruébalo y su cara se ilumina.

—Muy bueno es este dulce. ¿Lo habéis hecho en casa?

—¡Naturalmente! Todo lo confecciono yo misma. Stiopa, hijito mío, ¿no es demasiado flojo tu te...? ¿Te lo has bebido ya...? Te voy a poner otra tacita.

Pawel Vasilevitch, dirigiéndose a Stiopa:

—Aquel Mamájin no podía soportar al maestro de francés. «Yo soy de noble estirpe», alegaba Mamájin. «Yo no he de permitir que un francés sea mi superior; nosotros vencimos a los franceses en 1812.» A Mamájin se le propinaban palizas, pero en general, cuando él veía que le iban a castigar, saltaba por la ventana, y no se le veía más en cinco o seis días. Su madre acudía al director, suplicando que mandara a alguien en busca de su hijo, y que lo reventara a palos. «Por Dios, señora, suplicaba el maestro, si hacen falta cinco auxiliares para sujetarle.»

—¡Jesús qué pillete!—murmuraba Pelagia Ivanova aterrorizada—. ¡Y qué madre más importuna!

Todos callan. Stiopa bosteza y contempla en la tetera la figura de chino que ya vió mil veces. Las dos tías y la comadrona beben el te que vertieron en los platillos. El calor que dan la estufa y el samovar es

  1. Los devotos juzgan que el azúcar no es plato de vigilia. De ahí que se aconseja a la comadrona que aproveche la ocasión.