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UN VIAJE DE NOVIOS

cientos nueve, sino uno que lleva el número doscientos diez y nueve.

—Lo mismo da que sea el doscientos nueve que el doscientos diez y nueve. Anuncie usted a esa dama que su marido está sano y salvo.

Iván Alexievitch se coge la cabeza entre las manos y dice:

—Marido... señora. ¿Desde cuándo...? Marido, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! Mereces azotes... ¡Qué idiota...! Ella, ayer, todavía era una niña...

—En nuestro tiempo es extraordinario ver a un hombre feliz; más fácil parece ver a un elefante blanco.

—¿Pero quién tiene la culpa de eso?—replica Iván Alexievitch, extendiendo sus largos pies, calzados con botines puntiagudos—. Si alguien no es feliz, suya es la culpa. ¿No lo cree usted? El hombre es el creador de su propia felicidad. De nosotros depende el ser felices; mas no queréis serlo; ello está en vuestras manos, sin embargo. Testarudamente huís de vuestra felicidad.

—¿Y de qué manera?—exclaman en coro los demás.

—Muy sencillamente. La Naturaleza ha establecido que el hombre, en cierto período de su vida, ha de amar. Llegado este instante, debe amar con todas sus fuerzas. Pero vosotros no queréis obedecer a la ley de la Naturaleza. Siempre esperáis alguna otra cosa. La ley afirma que todo ser normal ha de casarse. No hay felicidad sin casamiento. Una vez que la oportunidad sobreviene, ¡a casarse! ¿A qué vacilar? Ustedes, empero, no se casan. Siempre andan por caminos extraviados. Diré más todavía: la Sagrada Escritura dice que el vino alegra el corazón humano. ¿Quieres beber más? Con ir