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EL JARDÍN DE LOS CEREZOS
Gaief.

¡Hermana mía, hermana mía!

Voz de ania.

¡Mama!

Voz de trofimof.

¡Ea...!

Lubova.

Vámonos. (Se van. La habitación queda vacía. Óyese cómo van cerrando con llave todas las puertas. Luego, el ruido de los coches; resuena el golpe seco del hacha que tala los cerezos. Este golpe es extraño, lúgubre. Alguien se acerca. Rumor de pasos. Por la puerta de la derecha entra Firz. Viste como siempre, de librea y chaleco blanco; usa zapatillas. Tiene aspecto de enfermo. Semeja un fantasma.)

Firz. (Aproximándose trabajosamente a una de las puertas de salida y tratando de abrirla.)

Está cerrada. Se han ido... (Déjase caer sobre el sofá.) ¡Me han olvidado...! No importa... Esperaré... Ahora caigo en que Leonidas Andreievicht se ha olvidado de ponerse su abrigo de pieles... (Suspira con inquietud.) Y pensar que yo no lo noté... (Balbucea algunas fra-