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Don Quijote.

que mi flaqueza defraude esta verdad: aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me has quitado la honra.-Eso no haré yo por cierto, dijo el de la Blanca Luna: viva, viva en su entereza la fama de la hermosura de la señora Dulcinea del Toboso, que solo me contento con que el Gran Don Quijote se retire á su lugar un año, ó hasta el tiempo que por mí le fuere mandado, como concer- tamos antes de entrar en esta batalla. Todo esto oyeron el Viso- rey y Don Antonio, con otros muchos que allí estaban, y oyeron asimesmo que Don Quijote respondió, que como no le pidiese co- sa que fuese en perjuicio de Dulcinea, todo lo demas cumpliria, co- mo caballero puntual y verdadero. Hecha esta confesion volvió las riendas el de la Blanca Luna, y haciendo mesura con la cabe- za al Visorey, á medio galope se entró en la ciudad. Mandó el Vi- sorey á Don Antonio que fuese tras él, y que en todas maneras su- piese quien era. Levantaron á Don Quijote, descubriéronle el ros- tro y halláronle sin color y trasudando. Rocinante de puro mal parado no se pudo mover por entonces. Sancho, todo triste, todo apesarado, no sabia qué decirse, ni qué hacerse. Parecíale que to- do aquel suceso pasaba en sueños, y que toda aquella máquina era cosa de encantamento. Veia á su señor rendido y obligado á no tomar armas en un año. Imaginaba la luz de la gloria de sus ha- zañas escurecida, las esperanzas de sus nuevas promesas deshechas, como se deshace el humo con el viento. Temia si quedaria ó no contrecho Rocinante, ó deslocado su amo: que no fuera poca ven- tura si deslocado quedara. Finalmente, con una silla de manos, que mandó traer el Visorey, le llevaron á la ciudad, y el Visorey se volvió tambien á ella con deseo de saber quien fuese el caballe- ro de la Blanca Luna, que de tan mal talante habia dejado á Don Quijote.