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Don Quijote.

ja para rematar con mi ventura, si alguna tenia, no porque yo mu- riese del parto, que le tuve derecho y en sazon, sino porque desde allí á poco murió mi esposo de un cierto espanto que tuvo, que á tener ahora lugar para contarle, yo sé que vuesa merced se admi- rara: y en esto comenzó a llorar tiernamente, y dijo:-Perdóneme vuesa merced, señor Don Quijote, que no va mas en mi mano, por- que todas las veces que me acuerdo de mi mal logrado, se me arra- san los ojos de lágrimas. ¡Válame Dios, y con qué autoridad Ile- vaba á mi señora á las ancas de una poderosa mula, negra como el mesmo azabache! que entonces no se usaban coches ni sillas, como agora dicen que se usan, y las señoras iban á las ancas de sus escu- deros: esto á lo menos no puedo dejar de contarlo, porque se note la crianza y puntualidad de mi buen marido. Al entrar de la ca- lle de Santiago en Madrid, que es algo estrecha, venia á salir por ella un alcalde de corte, con dos alguaciles delante, y así como mi buen escudero le vió, volvió las riendas á la mula, dando señal de volver á acompañarle. Mi señora, que iba á las ancas, con voz ba- ja le decia:-¿Qué haceis, desventurado, no veis que voy aquí? El alcalde de comedido detuvo la rienda al caballo, y díjole:-Seguid, señor, vuestro camino, que yo soy el que debo acompañar á mi se- ñora Doña Casilda, que así era el nombre de mi ama. Todavía porfiaba mi marido con la gorra en la mano á querer ir acompañan- do al Alcalde. Viendo lo cual mi señora, llena de cólera y enojo, sacó un alfiler gordo, ó creo que un punzon del estuche, y clavó- sele por los lomos, de manera que mi marido dió una gran voz, y torció el cuerpo de suerte que dió con su señora en el suelo. Acu- dieron dos lacayos suyos á levantarla, y lo mesmo hizo el alcalde y los alguaciles. Alborotóse la puerta de Guadalajara, digo la gen- te valdía que en ella estaba. Vínose á pié mi ama, y mi marido acudió en casa de un barbero, diciendo que llevaba pasadas de par- te á parte las entrañas. Divulgóse la cortesía de mi esposo, tanto, que los muchachos le corrian por las calles, y por esto y porque él era algun tanto corto de vista, mi señora la Duquesa le despidió, de cuyo pesar sin duda alguna tengo para mí, que se le causó el mal de la muerte. Quedé yo viuda y desamparada y con hija á cuestas, que iba creciendo en hermosura, como la espuma de la mar. Finalmente, como yo tuviese fama de gran labrandera, mi señora la Duquesa, que estaba recien casada con el Duque mi señor, qui- so traerme consigo á este reino de Aragon, y á mi hija, ni mas ni

menos, adonde yendo dias y viniendo dias, creció mi hija y con