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Don Quijote.

cen á nuestra vista estrellas que corren. Oyóse asimesmo un es- pantoso ruido, al modo de aquel que se causa de las ruedas maci- zas que suelen traer los carros de bueyes, de cuyo chirrio áspero y continuado se dice que huyen los lobos y los osos, si los hay por don- de pasan. Añadióse á toda esta tempestad otra que las aumentó todas, que fué, que parecia verdaderamente que á las cuatro partes del bosque se estaban dando á un mesmo tiempo cuatro reencuen- tros ó batallas, porque allí sonaba el duro estruendo de espantosa artillería, acullá se disparaban infinitas escopetas, cerca casi sona- ban las voces de los combatientes, lejos se reiteraban los lelilies aga- renos. Finalmente las cornetas, los cuernos, las bocinas, los clari- nes, las trompetas, los tambores, la artillería, los arcabuces, y sobre todo el temeroso ruido de los carros formaban todos juntos un son tan confuso y tan horrendo, que fué menester que Don Quijote se valiese de todo su corazon para sufrirle; pero el de Sancho vino á tierra, y dió con él desmayado en las faldas de la Duquesa, la cual le recibió en ellas y á gran priesa mandó que le echasen agua en el rostro. Hizose así, y él volvió en su acuerdo á tiempo que ya un carro de las rechinantes ruedas llegaba á aquel puesto. Tirá- banle cuatro perezosos bueyes, todos cubiertos de paramentos ne- gros: en cada cuerno traian atada y encendida una grande hacha de cera, y encima del carro venia hecho un asiento alto, sobre el cual venia sentado un venerable viejo con una barba mas blanca que la mesma nieve, y tan luenga que le pasaba de la cintura: su vestidura era una ropa larga de negro bocací, que por venir el car- ro lleno de infinitas luces se podia bien divisar y discernir todo lo que en el venia. Guiábanle dos feos demonios vestidos del mes- mo bocací, con tan feos rostros, que Sancho habiéndolos visto una vez, cerró los ojos por no verlos otra. Llegando pues el carro á igualar al puesto, se levantó de su alto asiento el viejo venerable, y puesto en pié, dando una gran voz, dijo:-Yo soy el sabio Lir- gandeo, y pasó el carro adelante sin hablar mas palabra. Tras es- te pasó otro carro de la mesma manera, con otro viejo entronizado, el cual haciendo que el carro se detuviese, con voz no menos gra- ve que el otro, dijo:-Yo soy el sabio Alquife, el grande amigo de Urganda la desconocida, y pasó adelante. Luego por el mesmo continente llegó otro carro; pero el que venia sentado en el trono no era viejo como los demas, sino hombron robusto y de mala ca- tadura, el cual al llegar, levantándose en pié como los otros, dijo

con voz mas ronca y mas endiablada:-Yo soy Arcalaus el encan-