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Don Quijote.

tos, se comenzó la caza con grande estruendo, grita y vocería, de manera que unos á otros no podian oirse, así por el ladrido de los perros, como por el son de las bocinas. Apeóse la Duquesa, y con un agudo venablo en las manos se puso en un puesto por donde ella sabia que solian venir algunos jabalíes. Apeóse asimesmo el Duque y Don Quijote, y pusiéronse á sus lados: Sancho se puso detras de todos, sin apearse del rucio, á quien no osaba desamparar, porque no le sucediese algun desman, y apenas habian sentado el pié y puesto en ala con otros muchos criados suyos, cuando acosa- do de los perros y seguido de los cazadores, vieron que hácia ellos venia un desmesurado jabalí, crujiendo dientes y colmillos, y arro- jando espuma por la boca, y en viéndole, embrazando su escudo y puesta mano á su espada, se adelantó á recibirle Don Quijote: lo mesmo hizo el Duque con su venablo; pero á todos se, adelantara la Duquesa, si el Duque no se lo estorbara. Solo Sancho en vien- do al valiente animal, desamparó al rucio y dió á correr cuanto pu- do, y procurando subirse sobre una alta encina, no fué posible; an- tes estando ya á la mitad della asido de una rama, pugnando subir á la cima, fué tan corto de ventura y tan desgraciado, que se des- gajó la rama, y al venir al suelo se quedó en el aire asido de un gancho de la encina, sin poder llegar al suelo, y viéndose así, y que el sayo verde se le rasgaba, y pareciéndole que si aquel fiero animal allí llegaba le podia alcanzar, comenzó á dar tantos gritos y á pedir socorro con tanto ahinco, que todos los que le oian y no le veian, creyeron que estaba entre los dientes de alguna fiera. Fi- nalmente el colmilludo jabalí quedó atravesado de las cuchillas de muchos venablos que se le pusieron delante, y volviendo la cabe- za Don Quijote á los gritos de Sancho, que ya por ellos le habia conocido, vióle pendiente de la encina y la cabeza abajo, y al rucio junto á él, que no le desamparó en su calamidad: y dice Cide Ha- mete que pocas veces vió á Sancho Panza sin ver al rucio, ni al rucio sin ver á Sancho: tal era la amistad y buena fe que entre los dos se guardaban. Llegó Don Quijote y descolgó á Sancho, el cual viéndose libre y en el suelo, miró lo desgarrado del sayo de mon- te, y pesóle en el alma, que pensó que tenia en el vestido un ma- yorazgo. En esto atravesaron al jabalí poderoso sobre una acémi- la, y cubriéndole con matas de romero y con ramas de mirto le lle- varon como en señal de vitoriosos despojos á unas grandes tiendas de campaña, que en la mitad del bosque estaban puestas, donde ha-

llaron las mesas en órden y la comida aderezada tan suntuosa y