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Capítulo XIV.

ban cuando les salteó el sueño. Despertáronlos, y mandáronles que tuviesen á punto los caballos, porque en saliendo el sol habían de hacer los dos una sangrienta, singular y desigual batalla; á cuyas nuevas quedó Sancho atónito y pasmado, temeroso de la salud de su amo, por las valentías que había oido decir del suyo al escude- ro del Bosque; pero sin hablar palabra se fueron los dos esctrderos á buscar su ganado, que ya todos tres caballos y el rucio se habían olido y estaban todos juntos. En el camino dijo el del Bosque á Sancho: — Ha de saber, hermano, que tienen por costumbre los pe- leantes de la Andalucía, cuando son padrinos de alguna pendencia, no estarse ociosos mano sobre mano, en tanto que sus ahijados ri- ñen: dfgolo, porque esté advertido que mientras nuestros dueños ri- ñereuj nosotros también hemos de pelear y hacernos astillas. — Esa costumbre, señor escudero, respondió Sancho, allá puede correr y pasar con los rufianes y peleantes que dice; pero con los escuderos de los caballeros andantes, ni por pienso: á lo menos yo no he oido decir á mi amo semejante costumbre, y sabe de memoria todos las ordenanzas de la andante caballería: cuanto mas, que yo quiero que sea venlad.y ord^ianza espresa el pelear los escuderos en tanto que sus señores pelean; pero yo no quiero cumplirla, sino pagar la pe- na que estuviere puesta á los tales pacíficos escudero?!, que yo ase- guro que no pase de dos libras de cera, y mas quiero pagar las ta- les libras, que sé que me costarán menos que las hilas que podré gastar en curarme la cabeza, que ya me la cuento por partida y di- vidida en dos partes: hay mas, que me imposibilita el reñir el no tener espada, pues en mi vida me la puse. — Para eso sé yo un buen remedio, dijo el del Bosque: Yo traigo aquí dos talegas de lienzo de un mesmo tamaño; tomareis vos la una y yo la otra, y reñire- mos á talegazos con armas iguales. — Desa manera sea en buena ho- ra, respondió Sancho, porque antes servirá la tal pelea de despol- vorearnos que de herimos. — No ha de ser así, replicó el otro, por- que se han de echar dentro de las talegas, porque no se las lleve el aire, media docena de guijarros lindos y pelados que pesen tanto los unos como los otros, y dosta manera nos podremos atalegar sin hacemos mal ni daño. — Mirad, ¡cuerpo de mí padre! respondió San- cho, qué martas cebollinas, ó qué copos de algodón cardado pone en las talegas, para no quedar molidos los cascos y hechos alheña los huesos; pero aunque se llenaran de capullos de seda, sepa, se- ñor mío, que no he de pelean peleen nuestros amos y allá se lo ha- yan, y bebamos y vivamos nosotros, que el tiempo tiene cuidado de

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