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CAPÍTULO L.

des que suspendan, alegren y entretengan los sentidos, como sin duda pienso que lo ha de hacer vuestro cuento. Comenzad, pues, amigo, que todos escucharémos. —Saco la mia, dijo Sancho, que yo á aquel arroyo me voy con esta empanada, donde pienso hartarme por tres dias, porque he oido decir á mi señor Don Quijote, que el escudero de caballero andante ha de comer cuando se le ofreciere, hasta no poder mas, á causa que se les suele ofrecer entrar acaso por una selva tan intrincada que no aciertan á salir della en seis dias, y si el hombre no va harto, ó bien proveidas las alforjas, allí se podrá quedar, como muchas veces se queda, hecho carne momia. —Tú estás en lo cierto, Sancho, dijo Don Quijote: vete adonde quisieres, y come lo que pudieres, que yo ya estoy satisfecho, y solo me falta dar al alma su refaccion, como se la daré escuchando el cuento deste buen hombre. —Así la daremos todos á las nuestras, dijo el Canónigo, y luego rogó al cabrero que diese principio á lo que prometido habia. El cabrero dió dos palmadas sobre el lomo á la cabra, que por los cuernos tenia, diciéndole: Recuéstate junto á mí, manchada, que tiempo nos queda para volver á nuestro apero. Parece que lo entendió la cabra, porque en sentándose su dueño, se tendió ella junto á él con mucho sosiego, y mirándole al rostro, daba á entender que estaba atenta á lo que el cabrero iba diciendo, el cual comenzó su historia desta manera.