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CAPÍTULO XLIII.

coloquio que con Don Quijote pasaba, y así tornaron á llamar con grande furia, y fué de modo que el ventero despertó, y aun todos cuantos en la venta estaban, y así se levantó á preguntar quien llamaba. Sucedió en este tiempo, que una de las cabalgaduras en que venian los cuatro que llamaban, se llegó á oler á Rocinante, que melancólico y triste, con las orejas caidas, sostenia sin moverse á su estirado señor, y como en fin era de carne, aunque parecia de leño, no pudo dejar de resentirse y tornar á oler á quien le llegaba á hacer caricias: y así no se hubo movido tanto cuanto, cuando se desviaron los juntos pies de Don Quijote, y resbalando de la silla dieran con él en el suelo, á no quedar colgado del brazo: cosa que le causó tanto dolor, que creyó, ó que la muñeca le cortaban, ó que el brazo se le arrancaba, porque él quedó tan cerca del suelo, que con los estremos de las puntas de los piés besaba la tierra, que era en su perjuicio, porque como sentia lo poco que le faltaba para poner las plantas en la tierra, fatigábase y estirábase cuanto podia por alcanzar al suelo: bien así como los que están en el tormento de la garrucha[1] puestos á toca no toca, que ellos mesmos son causa de acrecentar su dolor con el ahinco que ponen en estirarse, engañados de la esperanza que se les representa, que con poco mas que estiren, llegarán al suelo.



  1. Uno de los tormentos inventados para obligar é confesar el crimen á los tratados como reos. En 1817 viendo Fernando VII en una visita de cárcel, el potro, otro de los tormentos, mandó quemarlos, para que no quede, dijo, en lo sucesivo ni aun idea de semejante infernal máquina.