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DON QUIJOTE.

y tendido sobre la albarda de su jumento, no se acordaba en aquel instante de la madre que lo habia parido: allí llamó á los sabios Lirgandeo y Alquife, que le ayudasen: allí invocó á su buena amiga Urganda, que le socorriese: y finalmente, allí le tomó la mañana, tan desesperado y confuso, que bramaba como un toro, porque no esperaba él que con el dia se remediaria su cuita, porque la tenia por eterna, teniéndose por encantado: y haciale creer esto, ver que Rocinante poco ni mucho se movia, y creia que de aquella suerte sin comer, ni beber, ni dormir, habian de estar él y su caballo hasta que aquel mal influjo de las estrellas se pasase, ó hasta que otro mas sabio encantador le desencantase; pero engañóse mucho en su creencia, porque apenas comenzó á amanecer, cuando llegaron á la venta cuatro hombres de á caballo, muy bien puestos y aderezados, con sus escopetas sobre los arzones. Llamaron á la puerta de la venta, que aun estaba cerrada, con grandes golpes: lo cual visto por Don Quijote desde donde aun no dejaba de hacer la centinela, con voz arrogante y alta, dijo: Caballeros ó escuderos, ó quien quiera que seais, no teneis para qué llamar á las puertas deste castillo, que asaz de claro está, que á tales horas, ó los que están dentro duermen, ó no tienen por costumbre de abrirse las fortalezas, hasta que el sol esté tendido por todo el suelo: desviaos afuera, y esperad que aclare el dia, y entonces verémos si será justo, ó no, que os abran. —¿Qué diablos de fortaleza ó castillo es este, dijo uno, para obligarnos á guardar esas ceremonias? Si sois el ventero, mandad que nos abran, que somos caminantes, que no queremos mas de dar cebada á nuestras cabalgaduras, y pasar adelante, porque vamos de priesa. —¿Pareceos, caballeros, que tengo yo talle de ventero? respondió Don Quijote. —No sé de qué teneis talle, respondió el otro, pero sé que decis disparates en llamar castillo á esta venta. —Castillo es, replicó Don Quijote, y aun de los mejores de, toda esta provincia, y gente tiene dentro que ha tenido cetro en la mano y corona en la cabeza. —Mejor fuera al reves, dijo el caminante, el cetro en la cabeza y la corona en la mano: y será, si á mano viene, que debe de estar dentro alguna compañía de representantes, de los cuales es tener á menudo esas coronas y cetros que decis, porque en una venta tan pequeña, y adonde se guarda tanto silencio como esta, no creo yo que se alojan personas dignas de corona y cetro. —Sabéis poco del mundo, replicó Don Quijote, pues ignorais los casos que suelen acontecer en la caballería andante. Cansábanse los compañeros que con el preguntante venian, del